sábado, febrero 16

Los incomprendidos y los genios

Literespacio / Los incomprendidos y los genios
Dulce María González
EL NORTE
16 Feb. 08

Si nos fijamos en las ideas y obsesiones que se repiten en sus libros, descubrimos que lo que fascinó al escritor británico William Somerset Maugham acerca de la biografía de Paul Gauguin fue, por un lado, que hubiera huido del mundo occidental, refugiándose en Tahití, y por el otro, haber realizado su trabajo en medio del desprestigio y la incomprensión y que sólo después de su muerte haya sido reconocido como genio.

En "La Luna y Seis Peniques" novela escrita en 1919 y que, junto con "El Filo de la Navaja" (1944), es una de sus obras más conocidas, Maugham reflexiona acerca de la personalidad y el destino de los grandes artistas.

Para ello, la vida de Paul Gauguin, un corredor de bolsa que de pronto abandona su trabajo y a su familia para convertirse en pintor, es el mejor ejemplo.

A través de un testigo que narra la historia en primera persona, un joven escritor que es su opuesto y, por lo mismo, no es capaz de comprenderlo, el autor presenta al "verdadero artista" como un ser inadaptado, cínico, indiferente a todo aquello que no tenga relación con su necesidad obsesiva de crear.

Muy acorde con la idea que se tenía de los artistas a fines del siglo 19 y principios del 20, el Gauguin de Maugham está poseído de un espíritu ajeno que lo esclaviza. Cuando el narrador le pregunta si de verdad cree poseer un gran talento como para abandonarlo todo, el pintor le responde que eso no es importante y que pinta sólo porque no puede no hacerlo.

En otro momento cuestiona el motivo por el cual regaló un cuadro que le había costado tanto, ya que para realizarlo había destrozado un matrimonio y provocado un suicidio. El pintor comentó con ironía que, aunque había disfrutado pintándolo, ese cuadro no le importaba, puesto que ya lo había terminado.

El caso es que a lo largo de la trama vemos a un artista que trabaja incansablemente, sumido en la miseria y con el mundo en contra, con el único fin de hacerlo. Para el pintor genio, el sentido de trabajar es el trabajo mismo, su urgencia de encontrar en él aquello que busca (en este caso, la pureza en la expresión, que Gauguin esperaba hallar en una de las culturas que en aquel tiempo se consideraban "primitivas").

Todo indica que para el propio Maugham el asunto era entenderse a partir de lo ajeno. Prueba de ello fueron sus constantes viajes a las colonias británicas del Pacífico y su propia búsqueda en pensamientos orientales como el budismo y el hinduismo, presentes en toda su obra.

Sin embargo, aunque en "La Luna y Seis Peniques" hay una evidente identificación del autor con Gauguin, en las entrevistas habla de sí mismo como un autor "de segunda fila". ¿A qué se debe?

Además de que su estilo directo contrasta con el de escritores experimentales de su época como Faulkner, Mann, Joyce y Virginia Wolf, Maugham gozó de un tremendo éxito comercial y sus novelas han sido constantemente llevadas al cine (23 películas entre 1925 y 2006). Ambas situaciones provocaron que su producción fuera duramente criticada por los escritores de su tiempo.

Truman Capote, quien tuvo un gran éxito en vida, pero al parecer éste no se tradujo en bonanza económica, define la obra de Maugham como "desdeñosamente impersonal, demasiado clara y sensata para despertar el afecto del público", y agrega que, sin embargo, "logra su cometido (ya que) cada minuto de cada hora gana 32 dólares por concepto de regalías".

Y aunque escritores posteriores como Iris Murdoch, Philip Roth, Martín Gaite o Naipaul lo mencionan con respeto, resulta claro que sus contemporáneos lo despreciaban.

Todo lo anterior nos lleva a pensar que para un autor exitoso comercialmente y, en parte debido a ello, considerado por sus colegas y por él mismo como "de segunda", la incomprensión de su genialidad se relaciona con el éxito mismo.

Si, además, el autor en cuestión cree ser genio, o se identifica con uno de la talla de Gauguin, la tragedia está completa. No hay reglas fijas para el género humano, mucho menos si hablamos de artistas: un genio puede vivir en la opulencia y considerarse por ello incomprendido. Hay muchos tipos de miseria.

Por supuesto que hablamos de otros siglos. Ahora el asunto se ha simplificado. Pocos se creen el cuento de la genialidad en estos días y los que internamente, por locura o qué sé yo, lo padecen, no se arriesgan a mostrarlo tan abiertamente. Por otro lado, para un autor no hay nada como que a alguien se le ocurra llevar una de sus novelas al cine.

sábado, febrero 2

Malos consejos

Literespacio / Malos consejos
Dulce María González
EL NORTE
2 Feb. 08

Abro el correo y encuentro el boletín informativo de la Comunidad de Editores Mexicanos que envía cada semana David Ricardo. Noticias y artículos acerca de libros, autores, editores, bibliotecas, publicaciones y curiosidades relacionadas con la lectura y la escritura en internet.

Esta semana el boletín incluye una extravagancia. Se trata de una lista de "preceptos" publicada en 1909 en The Library Journal de Nueva York, en la cual se prohíben una serie de hábitos relacionados con los libros.

No leer en la cama, no escribir notas al margen, no doblar las esquinas de las hojas, no mojar la punta de los dedos al dar vuelta a las páginas, no leer comiendo, etcétera.

Pienso de inmediato que las recomendaciones del artículo, escrito por un tal Harold Klett y publicado en el boletín como una curiosidad, no son la mejor estrategia para acercar a la gente a la lectura.

Mejor leer en la cama hasta quedarse dormido y así continuar en sueños el traslado, la traducción. Leer comiendo y bebiendo para que el libro se impregne de sabores y olores: sentirlo en el paladar. Escribir directamente sobre las páginas para abrir grietas hacia el presente, hacia otros autores, pensamientos y recuerdos. Crear laberintos.

Esto de que los libros abren a otros libros, que en el fondo son un fluir orgánico y continuo que conforma la historia de la literatura (de la escritura, de la cultura), se enriquece, sin duda, con las pequeñas huellas que dejamos en ellos: una constancia de que estuvimos ahí, pensando, existiendo; una marca tan concreta como la de la letra impresa, señal de que alguien dijo algo y se fue.

Curiosamente, cuando recibí el boletín leía "El Mismo Mar", un libro del israelí Amos Oz, que es toda una invitación a reflexionar sobre la vida y la escritura, sobre las huellas que dejamos, la manera como las huellas de los muertos resuenan en nosotros y cómo al final sólo quedan ellas, las huellas mismas fluyendo en sí, alimentándose unas de las otras.

En "El Mismo Mar", Amos Oz construye una serie de historias a partir de poemas donde los personajes hablan en primera persona o escriben cartas, o se dejan contar por un personaje o un narrador ficticio.

De pronto advertimos que las historias están interconectadas, que quien habla es en realidad una voz múltiple, conformada de voces como el rumor del mar. Es la historia de la literatura o cualquier historia personal, las palabras de los vivos y los muertos fluyendo, ondeando, reventando en forma de ola y retrocediendo hacia el océano.

En ocasiones es Amos Oz quien habla ("¿Cómo me gustaría escribir? / como un viejo griego que invoca a los muertos"). Otras veces el autor avanza con todos ("estamos tan contentos que dejamos el escritorio / y antes de las seis salimos a trabajar al jardín"), o el narrador se desdobla en otro, que a su vez lo narra ("Un poco antes o después del atardecer sale / el narrador a ver cómo va todo, / si ha cambiado algo en el desierto").

Lo sorprendente es que el lector nunca pierde el hilo de las historias que, juntas, van conformando un universo en el que un hombre cuenta la muerte de su esposa y el viaje de su hijo al Tíbet; la esposa habla desde la muerte al lector y al hijo, el hijo escribe cartas, la novia del hijo acude al suegro, el carpintero que hizo el escritorio donde se escribe se suicida, la hija de éste se casa.

El resultado es una red compleja y al mismo tiempo clara, meciéndose en nuestra mente como si flotara en el mar, contada por gente que siente de pronto una extraña nostalgia de otros tiempos, gente que de pronto se reconoce de otra parte y se pierde: "Te has extraviado. / Esto es el exilio. Vendrá la muerte, en tu hombro pondrá / su sabia mano, ven, nos vamos a casa".

A lo largo de la lectura hay una extraña sensación de paz. "Me quito los zapatos", se dice Oz a sí mismo, "con la manguera del jardín riego mis pies, mis quejes, la luz, lo que he perdido lo he olvidado, lo que me ha dolido se ha desvanecido, a lo que he renunciado he renunciado y lo que me queda me basta. Los treinta dedos de mis hijos, los cuarenta dedos de mis nietos, y mi casa, y el jardín, y mi cuerpo...".

¿Qué queda después de leer todo esto?, ¿un libro?, ¿nosotros?, ¿el autor?

Observo mi ejemplar de Amos Oz, un volumen conformado de huellas que el autor rescata de aquí y de allá, totalmente subrayado por mí, con anotaciones por todos lados y manchas de grasa y de café, y me pregunto quién es o era el tal Harold Klett y por qué daba tan malos consejos a sus lectores.