sábado, abril 26

Monstruos

Publicado en la columna Literespacio, sección Vida, periódico El Norte, de Monterrey.

Tengo en mis manos la impresión en láser del nuevo libro de Joaquín Hurtado. "Los Privilegios del Monstruo". Ediciones Intempestivas. Año de nuestro Señor del 2008. Es una carpeta anaranjada. Son hojas blancas. Impecables. Un buen número de palabras impresas en tinta negra. 15 cuentos en el interior y uno más en la contraportada. Ilustraciones de Livier Fernández. Cuidado de edición de Héctor Alvarado. 250 ejemplares.

Empiezo por la portada, la contraportada y los epígrafes. Lo que dice la portada es muy conocido: título, autor, etcétera. En la contraportada hay un cuento breve, impecable, que previene al lector acerca del tono del libro. Se titula: "Post scriptum".

Lo importante para el personaje (narrador en primera persona) es cómo y con qué se van los militares de fiesta. Las matazones que resultan de tales eventos son lo de menos. En otras palabras, lo que cuenta el autor no coincide con lo que dice el narrador. El autor quiere mostrar a los asesinos. Al narrador le interesan las sustancias embriagantes y los químicos.

El epígrafe es de Carlos Pellicer, que a su vez parafrasea una línea del Zaratustra de Nietzsche. Pellicer dice: "Ver la luz en la sombra, / cuánta belleza". Zaratustra dice: "La noche es también un sol". Joaquín Hurtado parece decir: "Les voy a contar lo que hay en la sombra, a ustedes les corresponde buscar aquello que oculta".

Hay otro epígrafe, del autor. Dice: "El secreto: abrirme las tripas con pocas palabras para contar todo lo necesario para dar un solo golpe, uno solo. Demoledor".

Enseguida vienen los cuentos. 15 en total. Después de leerlos llego a la siguiente conclusión: los textos que cumplen de manera cabal con lo prometido en los epígrafes son siete (número cabalístico), más el pequeño texto de la contraportada. Todos ellos son excelentes, narran algo que no está bajo la luz de lo aparentemente importante, sino en la sombra, y desarman al lector de manera precisa: un solo golpe demoledor.

Un secuestrador acude a una cita con el padre del niño secuestrado, mientras por el celular discute con su pareja acerca de la organización de su fiesta de cumpleaños. Sangre, muerte, todo eso ocurre de pasada. Otro se trabaja a una secretaria para entregarla al jefe. Otro más se deshace de un periodista que descubrió una cochinada. Un taxista le consigue jovencitos a un tipo poderoso. Un pandillero mata y pasa el video del evento por celular, para diversión de sus amigos.

Los personajes hablan en primera persona. Dicen las historias desde su mundo, su lengua. Sus prioridades, satisfacciones (ante el trabajo bien hecho, por ejemplo) y sus códigos morales se circunscriben a su pequeño círculo. Los actos son producto de esos espacios cerrados, singulares, compartidos.

El resto de los cuentos está bien escrito, pero la realidad en que se mueven no es tan singular. La participación en una orgía, por ejemplo, o las relaciones sexuales en las que una pareja copula con todo tipo de invitados. Esto se viene escribiendo, leyendo, analizando, desde hace siglos.

Lo verdaderamente impactante (desde mi lectura, claro) es ese otro mundo en el que los personajes han creado sus mundos, sus leyes. Mundos en los que disponer de la vida de otro es una banalidad.

Si los perversos son los humanos más humanos que existen, si el que mata por placer (un personaje de Sade, por ejemplo) es un ser ansioso de orgasmos cuya conducta es previsible, ¿qué pasa con el que mata como actividad cotidiana, el que ni goza ni sufre al asesinar sino que, acaso, se siente satisfecho por haber realizado bien su trabajo?

Los personajes de estos cuentos de Joaquín (alrededor de siete), efectivamente, con maestría, se desnudan al hablar y muestran algo dificilísimo de entender: detrás de sus actos no hay placer, sino indiferencia.

Tradicionalmente hablando, los monstruos en la historia de la literatura hacen el mal a sabiendas, son torturadores y asesinos que ponen una fuerte carga de significación a sus actos. Este otro tipo de villanos, los de Joaquín, son gente sin chiste, sin grandes cosas en la cabeza. Del montón.

Además de lo anterior, y del excelente manejo del lenguaje, el autor no emite juicios. No se acomoda del lado de las víctimas. No condena. Nada de lloriqueos ni de auras de santidad. ¿Dónde se coloca entonces el lector en su intento de salvarse?

"Goza", parecen decir los personajes de Sade, "goza hasta morir, hasta matar". ¿Y si el personaje no goza?, ¿qué pasa cuando no disfruta de sus actos malvados y todo le da lo mismo?

Esta pregunta que me hago después de la lectura, una pregunta tan difícil de responder, es el motivo por el cual algunos cuentos del nuevo libro de Joaquín ("El Cumpleaños del Gato", "El Licgarcía", "El Zombie", "El Cagatintas" o "Jaguar Azul Plateado", entre otros) me parecen extraordinarios.

El libro está a la venta en la librería de Conarte y en la dirección: half.projects@gmail.com.

lunes, abril 21

Entrega

Nueva entrega de la publicación literaria "El collar de la paloma" en la red.

Para visitarla, pulsa AQUÍ

sábado, abril 12

Violencia que se dice



Publicado en la columna Literespacio, sección Arte, periódico El Norte, de Monterrey.

Asesinatos, sangre, muertos, mutilación, hombres castrados. En "La Muerte Me Da" (Tusquets, 2007), la más reciente publicación de Cristina Rivera Garza, la violencia se convierte en metáfora del acto de escribir.

Echando mano del diario y los poemas de Alejandra Pizarnik, y de los comentarios de María Negroni sobre ellos, la autora se instala en un tipo de escritura que habla de la escritura misma y donde el deseo de la prosa concreta, precisa, ajena, resulta inalcanzable.

Si para la Pizarnik la prosa es una casa imposible donde resguardarse de la propia disociación, de la fragmentación, del desorden; si Negroni considera que escribir así es "inscribir algún signo sobre la superficie de un cuerpo desmembrado", Rivera Garza anuncia el asesinato, muestra el cuerpo destrozado y se dispone, junto con nosotros, a buscar al culpable.

El resultado es un discurso autorreferencial: la escritura como espejo que se observa a sí misma. "En un campo", dice Rivera Garza, citando a Pizarnik, "y con la ayuda de dos espejos, enterré un rayo de sol en la tierra".

Si, en Pizarnik, los dos espejos (reflexión de la escritura) dan por resultado la construcción del lenguaje como refugio (un rayo de sol entra a la tierra), en Rivera Garza la metáfora es una cuchillada: la luz (mirada) entra al cuerpo (del texto) a través del orificio provocado por el arma (deseo de saber) que lo mata. ¿Quién es el culpable?

Tal como veníamos advirtiendo desde "La Cresta de Ilión" y "Lo Anterior", Rivera Garza parece rebelarse contra la linealidad de la anécdota e intenta lo imposible: la no historia. Acaso crear una forma capaz de acoger cierta idea que no está, como sucede en la producción de César Aira, tan cercana a la plástica.

Como en sus novelas anteriores, el narrador de "La muerte..." es hombre y mujer por igual, la "voz de un sujeto disociado". Esa voz es a la vez periodista, detective, ayudante, profesora de universidad. Es todas(os) y ninguna(o). Es simplemente una voz, lenguaje.

La escritura se convierte entonces en "una zona cerrada por un círculo". El texto escrito no refleja la realidad, sino que se refleja a sí mismo, construye su propia realidad.



El lenguaje allá, en el texto, referido a sí mismo, se transforma en casa. Algo que no habla de lo humano, que no se refiere a lo humano, pero es capaz de contenerlo. Un refugio.

Como sucedió con el lenguaje de la plástica a principios del siglo 20, los signos de esta escritura se niegan a decir el mundo. Se independizan.

El dolor aquí pertenece sólo al creador (Pizarnik, la terrible angustia que la llevó al suicidio), pero no aparece en el lenguaje, que es diferente, otra cosa, algo que resguarda, precisamente, del dolor.

Sin embargo, Pizarnik nunca escribió esa prosa de belleza imposible. No creyó haberlo hecho y, si lo hizo, no le sirvió de habitación. Tuvo que abandonar el juego y resguardarse en la muerte, la verdadera, irrevocable.

En cuanto a Rivera Garza, en su texto le da vueltas y vueltas a lo mismo: la muerte, el asesinato, el deseo de lo ajeno (un pene, un objeto cerrado en la zona cerrada del sexo, del lenguaje). Basta leer las primeras páginas del libro para entender que andaremos en círculos y nunca daremos con lo que se busca: "No tienes derecho a saber nada de los muertos", dice.

Lo que aparentemente hace Rivera Garza es intentar borrar el contenido (la anécdota lineal, lo autobiográfico, las emociones) para develar el contenedor. "¿Para qué sirve una taza?", dice al final, cuando la ha mostrado desde todos los ángulos posibles.

Desde mi punto de vista, el riesgo de este libro (se lo dije a un amigo la noche del miércoles) es el que señala Steiner cuando habla de los poetas dadaístas, quienes a principios del siglo 20 intentaron crear textos que fueran una pura "taza", un contenedor: "Los productos fueron unas trivialidades más o menos incomprensibles", dice Steiner. Y agrega: "¿En qué sentido han sido inventadas [esas] metáforas, y para quién?"

"Estoy de acuerdo", dijo mi amigo el miércoles, "pero toma en cuenta que los dadaístas fundaron el arte contemporáneo".

¿Cuál es el sentido de violentar las estructuras textuales mediante enunciados y metáforas que aluden a esa misma violencia fría, dicha, alejada del espectador, quien se limita a observar su estética como si se tratara de un cuadro?, ¿estamos ante un hallazgo o ante una "trivialidad más o menos comprensible"? Leamos.