sábado, enero 17

Para un dia de lluvia


Publicado en la columna Literespacio, sección Vida de El Norte, Monterrey


Nada como una novela exquisita, delicadamente trágica, para un día de lluvia. Eso pensé cuando, al despertar, me encontré con que una densa capa de humedad cubría las calles.

Desgraciadamente, la noche anterior había terminado el libro que deseaba estar leyendo en ese instante. Metida en la cama, dando sorbos a mi taza de café, olvidada del trabajo y los pendientes del día.

Los pequeños detalles cotidianos llegan a veces a destiempo. Para ponerlos en orden, preparé café y empecé de nuevo por la primera página. Fue entonces cuando recordé que la lectura me había provocado, al mismo tiempo, placer y dolor de estómago. El masoquismo es así, una se aferra a su libro y sufre.

Empecé a leer "El Dios de las Pequeñas Cosas" (Anagrama, 2008), de la escritora hindú Arundhati Roy, con un poco de resistencia. Aunque, por primera vez podemos encontrarla en México, sabía que la novela ha sido traducida a múltiples idiomas y tiene más de 10 reediciones en español, y temía toparme con uno de esos libros de lectura fácil y ventas millonarias al estilo Paulo Coelho.

Sucedió lo contrario. "El Dios de las Pequeñas Cosas" es una novela que exige paciencia en un primer momento, y enseguida recompensa al lector, sumergiéndolo en una historia bella y terrible. Al terminar el primer capítulo advertimos que hemos sido absorbidos y devueltos a la superficie, húmedos, empapados de personajes, de olores furiosos, de paisajes delicados y vibrantes, mezcla de naturaleza y civilización, que sólo pueden existir en países como la India (o México).

No es que una se reconozca. Haber nacido en Monterrey, esta Ciudad con su personalidad impositiva, con su impaciencia, su soberbia, sus aires de grandeza; con su tremendo empuje aun en los momentos de crisis, con sus ganas de independencia y singularidad, provoca que una advierta que la India se parece demasiado al México que vemos de lejos, ese país mágico que no somos y que, quizá por ello, nos provoca nostalgia.

Arundhati Roy es capaz de llevarnos a todo eso. Sin embargo, es difícil hablar de la novela en sí. Podemos decir: "es la historia de una familia desde los ojos de un par de niños"; o bien: "es sobre el amor imposible y el mundo de la infancia", pero es inútil.

A pocas páginas de haber empezado, cada personaje vive ya en nuestra mente como una persona real. Los pliegues de su piel, la forma de apoyar la cabeza sobre la mano, su voz. Y cada vivencia se transforma en algo grande, poderoso, dentro de un rompecabezas que sólo se muestra al final.

Historias de amor que no pueden ser y "en realidad comenzaron en los días en que se establecieron las leyes que determinan a quién debe quererse. Y cómo. Y cuánto". Personajes como la pequeña Sophie Mol o los gemelos Rahel y Estha, reunidos de nuevo tras 20 años. Las terribles "Cosas Peores" que sucedieron en la infancia, dando lugar a la tragedia, cuyo aliento congelado se extiende hasta el presente. Y las que los hacían volver a respirar, las otras, las pequeñas: "Las Grandes Cosas siempre se quedaban dentro. No tenían a dónde ir. No tenían nada, ningún futuro. Así que se aferraron a las Pequeñas Cosas. Porque detrás de la aparente tristeza hay, rascando con cuidado, un fresco que muestra una imagen de definitiva -aunque diminuta- felicidad."

También están las castas de la India, que nos remiten a nuestras propias maneras de racismo. Prácticas que se niegan a desaparecer, sujetas a los embates de la modernidad. Y la riqueza de unos cuantos junto a la pobreza de muchos. Todo eso tan conocido, tan real.

Al final de la lectura una se queda con el dolor, con la nostalgia de lo que no se pudo o no se es, con la magia y el reconocimiento de lo propio, mientras mastica el sabor de esas palabras indias que, crujientes, se quedan en la boca.

Aprovechando la lluvia leve, persistente, que caía sobre la Ciudad, empecé de nuevo. "Es tiempo de leer y sufrir", me dije, y regresé al mundo de Arundhati Roy. Tan lleno de vegetación. Y oloroso. Y húmedo.

sábado, enero 3

Despedida


Para Marcelo y Mónica

I. Ritos

Además de haberme convertido oficialmente en suegra, este fin de año fui partícipe del ancestral rito ceremonial de una boda.

Tomando en cuenta que les tocó en suerte una mamá como yo, alguien que se ha pasado la vida inventando historias e intentando creérselas, siempre pensé que mis hijos se casarían a mitad de la selva amazónica, en un barco de piratas o bailando una danza africana a ritmo de tambores.

Pero he ahí que Marcelo decidió seguir cada uno de los pasos del complicado ritual de la cultura en que nació. Desde la entrega del anillo de compromiso hasta la llegada al hotel en la madrugada, después de la ceremonia religiosa y la fiesta, vestido todavía de novio y con su botella de champaña en la mano.

Cientos de años detrás de cada detalle significante, una compleja simbología en el momento de colocarse las argollas o pasarse las arras. Cada uno de los actos solemnes enlazado al próximo dentro del viejo entramado de signos que, paradójicamente, eleva el instante hacia lo único, lo irrepetible. Lo extraordinario.

Observando a mi hijo en medio de esa atmósfera creada por la música, la presencia de gente significativa y las flores, comprendí que si no nos encontrábamos danzando frente al fuego con lanzas en las manos era por simple casualidad. El hecho es que habitamos esta tierra. Y la tierra suele darnos forma. Y nos contiene.

II. Tiempo

Los ritos religiosos y culturales nos unen a los ancestros. De pronto, a mitad de un gesto repetido a lo largo de generaciones, uno casi los toca. Una boda da para ese tipo de encuentros. Cientos de velos detrás del velo de Mónica. Una escalada infinita de miradas en sus ojos.

La inmortalidad, de acuerdo conPlatón, guarda relación con los actos creativos. El amor no es un deseo de belleza, dice, sino de procrear en la belleza.

El arte y el amor se parecen desde esta perspectiva. Sin embargo, nada nos salva. Ni las obras ni los hijos evitarán nuestra desaparición. Quedará, si acaso, un nombre en el árbol genealógico o en la portada de un libro.

Conozco el nombre de algunos de mis ancestros, ciertas historias que terminarán por borrarse. Y, sin embargo, permanece la repetición infinita de sus actos en las ceremonias rituales. "La víbora de la mar" desde no sabemos cuándo. Alguien que caminó con mi hijo hacia el altar y tiene esa misma nariz o esos labios.

Como en un juego de espejos, toda esa gente se presenta en el momento de la ceremonia. Una multitud haciéndose el mismo juramento en el instante sublime. Repetido.

III. Trascendencia

Me pregunto el motivo por el cual los humanos hemos concebido tamañas construcciones simbólicas. La puesta en escena de un evento situado en un origen sagrado y mítico quizá nos tranquiliza. Tal vez nos ayuda a formular preguntas existenciales para las que no tenemos respuesta y mitiga así nuestra angustia. Conocer la forma de la pregunta. Enlazarnos a la respuesta imposible en el momento sagrado, a través de un mediador.

El universo es demasiado grande para nosotros, la vida extremadamente incierta. La muerte tan presente, tan real. Nuestras ceremonias nos cobijan por un instante. Y nos dan forma. Acaso nos proporcionan consuelo, o el suficiente valor para despedirnos de lo que fuimos y sólo entonces avanzar hacia la realización de lo nuevo. Lo por venir.

Publicado en la columna Literespacio, sección Vida de El Norte, Monterrey