sábado, febrero 5

Columna

Liter Espacio / El Premio Nobel y las prisiones en Iraq
Por Dulce María González
El Norte

I La buena voluntad

Esta semana se me ocurrió leer a J. M. Coetzee, un autor que tenía pendiente. Un amigo me lo había recomendado tiempo atrás. "Se trata de un escritor desconocido", me dijo, "absolutamente marginal". Días después lo premiaron con el Nobel. Era el año 2003 y yo quedé maravillada del prodigio.

Los premios Nobel son el mejor ejemplo de aquello que los conservadores llaman lo "políticamente correcto". Aun cuando hay una garantía de calidad, está el otro detalle importantísimo que poco a poco se ha ido convirtiendo en la regla: el reconocimiento suele entregarse al representante de alguna minoría de carácter social o político, honrándose de esta manera a su tradición marginal.

En un mundo dominado por las leyes del mercado y los intereses de las grandes corporaciones, un reconocimiento como el Nobel parece ser la única justicia posible para las minorías en cuestión. Si la justicia concreta resulta inalcanzable, ya que el mundo se mueve por sí mismo en la dirección que le da la gana, al menos se hace patente la buena voluntad de los poderosos al conceder un premio tan importante a alguna de las voces que en su momento denuncian la injusticia y/o la opresión. En este sentido, el Nobel resulta una manera adecuada de mostrar buenas intenciones o de limpiar conciencias.

II La sutileza del método

Las escenas violentas de "Esperando a los Bárbaros" (1980), de J. M. Coetzee, inevitablemente nos llevan a las fotografías de tortura en las prisiones de Iraq.

Cuando por vez primera vimos esas imágenes en los medios no alcanzábamos a entender el significado. Recuerdo que, en un foro de internet, alguien pegó una de las primeras notas al respecto, cuestionando la relación que podía tener aquella masa de cuerpos con la información acerca de la tortura de prisioneros. Era la sutileza de los métodos lo que provocaba el horror. ¿Qué pretenden los gendarmes al vejar a los presos de esa manera?

En "Esperando a los Bárbaros", Coetzee penetra el alma humana en un intento de arrojar luz sobre las emociones perversas que acompañan al poder. ¿Qué más se le puede arrancar a un ser humano después de quitarle la libertad?

Los torturadores de Coetzee parecen buscar algo en los cuerpos, un misterio que sólo el dolor y la humillación pueden ser capaces de desvelar.

III El deseo de posesión

El protagonista es un magistrado de una ciudad en la frontera del Imperio.

Su cotidianidad ilustra el estilo de vida de las llamadas "sociedades del bienestar" y esto le impide entender el significado de la paranoia que el Imperio ha desarrollado en relación a los otros, los que son diferentes y por lo mismo amenazan los intereses del poderoso Estado hegemónico.

El magistrado sabe bien que los bárbaros no existen, pero no ha caído en la cuenta de que el Imperio, como sus poderosas corporaciones, no es una persona, sino un ente despersonalizado, sin conciencia, sin sentido de la ética: una máquina de poder.

En un principio, lo único que desea es que esa desquiciada arremetida en contra de los bárbaros finalice y regrese al pueblo el estado anterior de bienestar. Pero escuchar cada noche los gritos de dolor de los prisioneros lo hace comprender su participación. El mismo es uno de ellos, puesto que nada puede hacer en contra de las acciones de una maquinaria política a la que pertenece.

En un intento de redimirse, rescata de las calles a una mendiga a quien los torturadores han roto los tobillos y han dejado ciega. Entonces, sin darse cuenta, empieza a aplicar él mismo ciertas estrategias con el mismo fin. Se trata de una relación de amantes y, sin embargo, en el fondo, no hace sino imitar a los crueles gendarmes, pero con otras armas.

Se trata, también en su caso, de arrancar el misterio de esa extraña: adueñarse de su verdad, poseerla más allá de lo posible.

IV La búsqueda del secreto

Entonces, y porque, a diferencia del Imperio, él sí tiene conciencia, el magistrado se siente culpable. Lo primero que le sucede es que ya no le es posible disfrutar de su pasatiempo preferido: la caza. La conciencia de su superioridad sobre la vida del otro le amarga el hobby y lo lleva a cuestionar su posición ante la muchacha:

"La calidez y la belleza de los cuerpos femeninos seguían sugiriéndome el antiguo placer, pero algo nuevo me desconcertaba. ¿Era penetrar y poseer a esas bellas criaturas realmente lo que quería?".

El autocuestionamiento acerca del poder alcanza su punto más elevado cuando descubre que no ha hecho con la muchacha sino indagar lo sucedido en la tortura. Ella no puede responder a su amor, es una mujer sin rostro, inexpresiva, por más que intenta no logra conmoverla. Es una mujer a la que le robaron el alma.

¿Cómo sucedió eso?, ¿en qué momento?, ¿qué es exactamente lo que los otros buscaban en ella y que al fin, acaso sin advertirlo, obtuvieron? Y, lo más importante: ¿qué es aquello que él mismo intenta obtener? "Busco secretos y respuestas", dice el personaje, "sin importarme lo estrafalarias que sean".

V La in-humanidad.

Veo de nuevo las imágenes de cuerpos desnudos, pirámides de carne humana en las cuales es imposible reconocer cuál brazo pertenece a quién. Observo las sonrisas de los soldados y me pregunto, al lado de Coetzee, en qué consiste el alma humana, qué es eso que nos provoca placer desde el dolor, por qué la necesidad de dominar al otro, el deseo del poder más allá de lo posible. Y me pregunto si eso inhumano de las fotografías no es acaso lo más profundamente humano que he visto.