martes, marzo 15

Del libro de personajes de la Mujer Loba: Beatrix Giebel


Nos conocimos en Tel Aviv, en el hostal “Travellers” de la calle Ben Yehuda. Una mañana se rompió la silla en la que estaba sentada, todos en la terraza se burlaron en lugar de ayudar. Yo vi la escena de lejos y me llamó la atención por su fragilidad. Pronto me di cuenta de mi error: la serenidad en ella no implicaba debilidad, sino todo lo contrario. Beatrix Giebel era una mujer fuerte y, para mi asombro, una pintora brillante.

Beatrix nunca lavó platos, ni partió fruta, ni anduvo de niñera o meserando en antros. Elaboraba unos cuadritos miniatura que vendía a un shekel (que entonces equivalía más o menos a un dólar) en tiendas para turistas o pequeñas galerías del centro.

Meses después se marchó a Jerusalén, donde podía vender cuadros de mayores dimensiones a mejores precios, ofreciéndolos en una pequeña plaza de arte. Vivía en un hostal del barrio armenio, a una cuadra de la Iglesia del Santo Sepulcro. La primera vez que Judith y yo fuimos a visitarla, nos perdimos. Se nos ocurrió entonces sacar una acuarela que Beatrix había pintado desde su ventana y nos había enviado a Tel Aviv. Deteníamos a la gente para preguntar si reconocían los tejados que aparecían en el cuadro. Fue de esa manera que dimos con su ventana y, finalmente, con ella.

En Jerusalén, Beatrix nos llevaba a los lugares más extraños: un dizque restaurante en un sótano, con sillones a los lados del horno y cuyo único platillo consistía en las llamadas “pizzas armenias” (en lugar de peperoni o champiñones, contenían huevos cocidos); también íbamos a la terraza de una casa normal donde podíamos tomar café (siempre y cuando pagáramos por él y lo preparáramos nosotras mismas) y desde la cual escuchábamos en las tardes el canto del muecín de una mezquita vecina. ¿Qué hacemos aquí?, nos preguntábamos, ¿no deberíamos estar pintando y escribiendo en otra parte?

En una de nuestras visitas a Jerusalén se me ocurrió adoptar un gato de los miles que vagan en el mercado. No recuerdo qué le vi en especial, o cual fue la señal divina que me impulsó a quedármelo. Lo que sí recuerdo es que hubo un gran pleito, pues yo quería meterlo a la habitación de Beatrix, temiendo que lo “robaran”. Ella nunca olvidó aquella ocurrencia: tuvo que fumigar el cuarto que se llenó de pulgas.

Judith también recuerda la aventura de haberlo transportado, oculto en una caja, a Tel Aviv, donde muy pronto, aprovechando mi ausencia y cansada de los maullidos que no nos dejaban dormir, simplemente abrió la puerta y lo dejó marcharse.

Cuando regresé a México, y una vez que Judith, después de su legendaria boda en Transilvania, se estableciera en Australia, Beatrix vino a visitarme y se quedó un año en Monterrey. Daba clases de alemán en el Tec y el resto del tiempo pintaba escenas que a ella le parecían estrafalarias: gente caminando bajo el sol hacia la parada de camiones en el estacionamiento de Wal Mart, postes de luz con muchos cables, mercados rodantes.

También ilustró uno de los números de “Papeles de la Mancuspia” y cada viernes asistía conmigo a las reuniones de aquel grupo de escritores, al que llamaba: “the drunk poets society”.

La última vez que la vi fue hace 10 años, tomamos un café en el Florian (ahora Vips) de Plaza La Silla y nos prometimos que algún día nos encontraríamos en el verdadero Florian. La semana próxima cumpliremos esa vieja promesa. Actualmente, el trabajo de Beatrix Giebel es reconocido en Alemania e Italia.