sábado, septiembre 15

Nadie me comprende


LITERESPACIO / Nadie me comprende
Dulce María González
EL NORTE
15 Sep. 07

Lo primero que hice el jueves pasado durante la presentación de "El Gran Vidrio" (Anagrama, 2007), de Mario Bellatin, fue quejarme.

Que si me tiran a Lucas los editores, que el problema es que soy demasiado retro, muy del Siglo 20, muy de la vanguardia histórica aplicada a las letras. Hablé de la necedad de construir objetos narrativos como si fueran cuadros de Kandinsky, del deseo insano de crear formas al mover las historias de acá para allá, amasando canicas con ellas o arrastrándolas por el lodo.

A continuación, no conforme con mi ocurrencia de ponerme a hablar de mí misma en vez de presentar al invitado, y después de señalar que Mario Bellatin es el único Kandinsky de las letras que conozco a quien los editores no tiran a Lucas, pregunté al autor a qué santo le reza para lograrlo. En cuanto se adueñó del micrófono, Bellatin respondió que a San Jerónimo.

Para ser honesta, en todos estos años he escrito sólo un par de "objetos narrativos", muy bizarros ellos, aunque también es cierto que una vez que nos ponemos a amasar formas con las palabras es fácil caer en el vicio.

El caso es que mi actitud ególatra y narcisista se vino abajo durante la cena, puesto que Bellatin no me permitía ni hablar. Descubrí entonces que, como todo buen narrador, nuestro autor es una potente máquina lanzadora de palabras.

Quizá por eso, después de que él comentara cincuenta mil secuencias de una cantidad infinita de películas, sentí que esa noche había leído, de manera esquizofrénica y a toda velocidad, un nuevo libro de nuestro Kandinsky de las letras.

Si algo me gusta de los libros de Bellatin, en especial de "Poeta Ciego" y "Salón de Belleza", es la potencia al decir. Los fragmentos narrativos se mueven, se acomodan y desacomodan, se interrelacionan entre sí con una fuerza orgánica y, no obstante, maquinal. Como si la propia escritura, olvidada del autor, se creara y recreara a sí misma, dando por resultado un objeto estético, mucho más que una novela.

Está declarado, soy fan del susodicho Bellatin y me siento incomprendida. ¿Por qué yo sí lo entiendo a él y nadie a mí? Supongo que es cuestión de karma.

Conversando con Bellatin esa noche, o más bien escuchándolo, entendí una entrevista que leí hace años, en la cual el autor se refiere a la escritura como un ente autónomo. Si los filósofos hablan del pensamiento que se piensa, ¿por qué no íbamos los escritores a inventar una escritura que se escribe a sí misma o a escuchar embobados a un autor cuya conversación se construye y reconstruye en automático? Bellatin es todo un Chanoc de las letras.

Pienso en "Salón de Belleza", un libro en el cual esta escritura contenida en sí es capaz de construir una metáfora absolutamente poética de la muerte. El "moridero" de "Salón de Belleza" alcanza una hermosura decadente y sublime.

Las peceras vacías o medio llenas de agua sucia, los enfermos terminales tirados en sus camastros, los nauseabundos caldos con los que el yo narrativo, que de peluquero ha pasado a Aqueronte urbano, alimenta a esos hombres y mujeres sin remedio, seres a mitad de la descomposición, encerrados en el salón de belleza sin otra esperanza que llegar, al fin, al fin del mundo.

En cuanto a "El Gran Vidrio", desde la lectura del primero de los tres textos que lo conforman, advertí que el universo literario de Bellatin aumentó su efectividad. La estructura onírica en la que el autor, como si fuera araña tejedora, va construyendo un hilo narrativo que de pronto, sin previo aviso, lanza hacia otra dirección, es clara y dinámica.

Desde el niño a quien su madre lleva a los baños públicos para mostrar sus testículos, hasta la mujer marioneta con su novia alemana en busca de un Renault 5, pasando por la Sheika y todo ese asunto del hospital donde no le podían quitar los zapatos, todo en "El Gran Vidrio" parece funcionar a partir de un mecanismo muy bien engrasado.

Sin embargo, en esta nueva construcción de palabras que es "El Gran Vidrio", en este mundo aparte, la autonomía del texto pierde fuerza hacia el final del libro, cuando el autor deja al descubierto, valiéndose de su voz y en tono confesional, el origen de algunos de sus libros.

El desencanto, claro, es personal y el fragmento a través del cual Bellatin lo provoca es honesto y bello.

A final de cuentas, y esto lo advertí después de conversar con él esa noche, Mario Bellatin está tan inmerso en sus mundos, que una no puede tomarse nada como válido en este otro mundo de lo común y ordinario.