viernes, abril 29

Construir telarañas o convertirse en escritor superestrella


Cuando leí por primera vez el poema “Tabaquería”, de Fernando Pessoa, tenía poco más de 30 años y ya no sentía que la vida estuviera adelante, sino en derredor. Era una joven no muy joven que se dedicaba a escribir de manera neurótica y que buscaba reconocimiento, eso era yo entonces hasta donde recuerdo.


El poema de Pessoa fue una bomba, una implosión, un entallamiento que me dejó vacía de lo que entonces llamaba “metas”, “futuro” (una exigencia salvaje consistente en que los Otros se refieran a una como una escritora que promete), “proyecto de vida” (a esa edad la vida es todavía algo que, imaginamos, se puede programar) y toda una serie de términos muy de los noventa.


También creía en el Canon Literario como quien cree en Dios, y me dedicaba a trabajar para un futuro que no sabía muy bien qué forma tenía, pero sonaba positivo en términos mundanos, que entonces no sabía eran tales, ya que el reconocimiento me parecía trascendente y no lo relacionaba con las expectativas externas, rígidas, dogmáticas, del mundo literario.
Ahí estaba yo, ante el poema de Pessoa, cayendo hacia la desolación.


Sin embargo, un par de semanas más adelante, y a fuerza de leer el poema como si deseara arrancarle los ojos o algo así, decidí aferrarme al último de sus versos.


“Tabaquería” aborda el momento en que Pessoa, el autor, está escribiendo el poema mismo. De vez en cuando se asoma a la ventana que está frente a su mesa de trabajo. El texto que escribe Pessoa habla de los genios. Se lamenta de que muchos de ellos no sean conocidos, de la posibilidad de que nadie leerá sus textos ni sabrá que existieron. Una proyección obvia si recordamos que el mismo Pessoa, aunque medianamente conocido, seguido por algunos como poeta de culto, nunca publicó un libro y dejó su obra dispersa en un sinnúmero de diarios y revistas.


En “Tabaquería”, Fernando Pessoa parece formular para sí mismo las siguientes preguntas: ¿qué es la trascendencia?, ¿por qué me estoy gastando la vida en esto?, ¿qué sentido tiene escribir?, ¿cuál es la relación entre literatura y vida?, ¿para que vivimos?, etcétera.


En aquella lectura de hace años me impactó el momento cuando, a través de su ventana, ve a una adolescente entrar a la tabaquería que está justo en la acera de enfrente. Ella compra un chocolate y sale de nuevo a la acera, donde empieza a comérselo. El poeta observa el placer de la muchacha y comprende que ella está viva, que está gozando su chocolate. También entiende que él, el poeta que la observa al tiempo que escribe, es solamente testigo de ese instante de vida en plenitud.


El caso es que ella vive, mientras él escribe. Y de pronto le cae el veinte de que morirá, que desaparecerá su mundo, que la trascendencia es un imposible, dado que incluso la lengua en la que escribe se desvanecerá algún día que no será más un día, puesto que no habrá alguien que lo nombre. Y hasta el sol se apagará.


Sin embargo, justo cuando está en el punto más profundo de la desesperanza, el más insalvable, sale el dueño de la tabaquería y lo saluda con una sonrisa. El sol vuelve a aparecer: quien escribe está aún vivo.


Aquella tarde entendí que la vida está para vivirla. Vivir la vida a través de la escritura es una posibilidad. También es posible vivirla a través del trabajo, de los hijos, etcétera. Negar la vida en favor de las exigencias del mundo, por el contrario, pareciera ser un desperdicio. Sobre todo si tomamos en cuenta que las exigencias del mundo casi nunca coinciden con nuestros deseos. Pues a trabajarnos el mundo, entonces. A veces es necesario crear imaginativas maneras de supervivencia con el fin de frenar esa exigencia de la entrega absoluta. Eso sucede en todos los ámbitos.


Por otro lado, en estos tiempos el asunto se complica, puesto que quien exige nuestra inmolación no es el mundo, sino el mercado; entonces las cosas se ponen aún más claras, o más terribles, según las aspiraciones de cada uno.


He ahí las implicaciones vitales del reconocimiento, la inutilidad de tantos sacrificios por parte de quienes se someten, aquellos que intentan acceder a un Canon Literario que, autoritario y jerárquico, poco a poco va tomando forma de una tienda de abarrotes. He ahí, también, la fortuna, incomprensible para muchos, de quienes deciden vivir en la escritura, a través de ella y no para ella y sus representantes comerciales.


Y es en este punto cuando entendemos la importancia contemporánea de los blogs. Porque las páginas personales nos ofrecen la oportunidad de vivir la experiencia de la escritura en la horizontalidad; alejados, además, de los juegos y rejuegos del capital, muy lejos del mercado.


Las bitácoras virtuales constituyen un espacio en donde la escritura es un diálogo entre iguales (disfrutadotes de la belleza escrita, de la vida escrita) y posibilitan que vivamos un proceso en el cual vamos desaprendiendo el viejo sentido, vertical y jerárquico, de lo literario, al confrontarlo con nuestra propia experiencia de escritura. He ahí entonces que empezamos a vivir tal experiencia como lo que en realidad es: una red de intercambios postales, una serie de cartas a los amigos en el tiempo y la distancia, una horizontalidad en la que contribuimos con el fin de crear la verdadera obra: una enorme telaraña, entramado de belleza que entre todos vamos tejiendo: un ente construido de palabras y a partir del diálogo.



Fernando Pessoa
Tabaquería

No soy nada.
Nunca seré nada.
No puedo querer ser nada.
Aparte de esto, tengo en mí todos los sueños del mundo.

Ventanas de mi cuarto,
de mi cuarto de uno de los millones de gente que nadie
sabe quién es
(y si supiesen quién es, ¿qué sabrían?),
dais al misterio de una calle constantemente cruzada
por la gente,
a una calle inaccesible a todos los pensamientos,
real, imposiblemente real, evidente, desconocidamente
evidente,
con el misterio de las cosas por lo bajo de las piedras y
los seres,
con la muerte poniendo humedad en las paredes y
cabellos blancos en los hombres,
con el Destino conduciendo el carro de todo por la
carretera de nada.

Hoy estoy vencido, como si supiera la verdad.
Hoy estoy lúcido, como si estuviese a punto de morirme
y no tuviese otra fraternidad con las cosas
que una despedida, volviéndose esta casa y este lado de
la calle
la fila de vagones de un tren, y una partida pintada
desde dentro de mi cabeza,
y una sacudida de mis nervios y un crujir de huesos a
la ida.

Hoy me siento perplejo, como quien ha pensado y
opinado y olvidado.
Hoy estoy dividido entre la lealtad que le debo
a la tabaquería del otro lado de la calle, como cosa real
por fuera,
y a la sensación de que todo es sueño, como cosa real
por dentro.

He fracasado en todo.
Como no me hice ningún propósito, quizá todo no
fuese nada.
El aprendizaje que me impartieron,
me apeé por la ventana de las traseras de la casa.
Me fui al campo con grandes proyectos.
Pero sólo encontré allí hierbas y árboles,
y cuando había gente era igual que la otra.
Me aparto de la ventana, me siento en una silla.
¿En qué voy a pensar?
¿Qué sé yo del que seré, yo que no sé lo que soy?
¿Ser lo que pienso? Pero ¡pienso ser tantas cosas!
¡Y hay tantos que piensan ser lo mismo que no puede
haber tantos!
¿Un genio? En este momento
cien mil cerebros se juzgan en sueños genios como yo,
y la historia no distinguirá, ¿quién sabe?, ni a uno,
ni habrá sino estiércol de tantas conquistas futuras.
No, no creo en mí.
¡En todos los manicomios hay locos perdidos con tantas
convicciones!
Yo, que no tengo ninguna convicción, ¿soy más
convincente o menos convincente?

No, ni en mí...
¿En cuántas buhardillas y no buhardillas del mundo
no hay en estos momentos genios-para-sí-mismos
soñando?
¿Cuántas aspiraciones altas y nobles y lúcidas
-sí, verdaderamente altas y nobles y lúcidas-,
y quién sabe si realizables, no verán nunca la luz del sol
verdadero ni encontrarán quien les preste oídos?
El mundo es para quien nace para conquistarlo, aunque
tenga razón.
He soñado más que lo que hizo Napoleón.
He estrechado contra el pecho hipotético más
humanidades que Cristo,
he pensado en secreto filosofías que ningún Kant
ha escrito.
Pero soy, y quizá lo sea siempre, el de la buhardilla,
aunque no viva en ella;
seré siempre el que no ha nacido para eso;
seré siempre el que tenía condiciones;
seré siempre el que esperó que le abriesen la puerta al
pie de una pared sin puerta
y cantó la canción del Infinito en un gallinero,
y oyó la voz de Dios en un pozo tapado.
¿Creer en mí? No, ni en nada.
Derrámame la naturaleza sobre mi cabeza ardiente
su sol, su lluvia, el viento que tropieza en mi cabello,
y lo demás que venga si viene, o tiene que venir, o
que no venga.
Esclavos cardíacos de las estrellas,
conquistamos el mundo entero antes de levantarnos
de la cama;
pero nos despertamos y es opaco,
nos levantamos y es ajeno,
salimos de casa y es la tierra entera,
y el sistema solar y la Vía Láctea y lo Indefinido.

(¡Come chocolatinas, pequeña,
come chocolatinas!
Mira que no hay más metafísica en el mundo que las
chocolatinas, mira que todas las religiones no
enseñan más que la confitería.
¡Come, pequeña sucia, come!
¡Ojalá comiese yo chocolatinas con la misma verdad
con que comes!
Pero yo pienso, y al quitarles la platilla, que es de papel
de estaño,
lo tiro todo al suelo, lo mismo que he tirado la vida.)

Pero por lo menos queda de la amargura de lo que
nunca seré
la caligrafía rápida de estos versos,
pórtico partido hacia lo Imposible.
Pero por lo menos me consagro a mí mismo un
desprecio sin lágrimas,
noble, al menos, en el gesto amplio con que tiro
la ropa sucia que soy, sin un papel, para el transcurrir
de las cosas,
y me quedo en casa sin camisa.

(Tú, que consuelas, que no existes y por eso consuelas,
o diosa griega, concebida como una estatua que
estuviese viva,
o patricia romana, imposiblemente noble y nefasta,
o princesa de trovadores, gentilísima y disimulada,
o marquesa del siglo dieciocho, descotada y lejana,
o meretriz célebre de los tiempos de nuestros padres,
o no sé qué moderno -no me imagino bien qué-,
todo esto, sea lo que sea, lo que seas, ¡si puede inspirar,
que inspire!
Mi corazón es un cubo vaciado.
Como invocan espíritus los que invocan espíritus, me
invoco
a mí mismo y no encuentro nada.
Me acerco a la ventana y veo la calle con absoluta claridad,
veo las tiendas, veo las aceras, veo los coches que pasan,
veo a los entes vivos vestidos que se cruzan,
veo a los perros que también existen,
y todo esto me pesa como una condena al destierro,
y todo esto es extranjero, como todo.)

He vivido, estudiado, amado, y hasta creído,
y hoy no hay un mendigo al que no envidie sólo por no
ser yo.
Miro los andrajos de cada uno y las llagas y la mentira,
y pienso: puede que nunca hayas vivido, ni estudiado, ni
amado ni creído
(porque es posible crear la realidad de todo eso sin
hacer nada de eso);
puede que hayas existido tan sólo, como un lagarto al
que cortan el rabo
y que es un rabo, más acá del lagarto, removidamente.

He hecho de mí lo que no sabía,
y lo que podía hacer de mí no lo he hecho.
El dominó que me puse estaba equivocado.
Me conocieron enseguida como quien no era y no lo
desmentí, y me perdí.
Cuando quise quitarme el antifaz,
lo tenía pegado a la cara.
Cuando me lo quité y me miré en el espejo,
ya había envejecido.
Estaba borracho, no sabía llevar el dominó que no me
había quitado.
Tiré el antifaz y me dormí en el vestuario
como un perro tolerado por la gerencia
por ser inofensivo
y voy a escribir esta historia para demostrar que soy
sublime.

Esencia musical de mis versos inútiles,
ojalá pudiera encontrarme como algo que hubiese hecho,
y no me quedase siempre enfrente de la tabaquería de
enfrente,
pisoteando la conciencia de estar existiendo
como una alfombra en la que tropieza un borracho
o una estera que robaron los gitanos y no valía nada.

Pero el propietario de la tabaquería ha asomado por la
puerta y se ha quedado a la puerta.
Le miro con incomodidad en la cabeza apenas vuelta,
y con la incomodidad del alma que está comprendiendo
mal.
Morirá él y moriré yo.
Él dejará la muestra y yo dejaré versos.
en determinado momento morirá también la muestra, y
los versos también.
Después de ese momento, morirá la calle donde estuvo
la muestra,
y la lengua en que fueron escritos los versos,
morirá después el planeta girador en que sucedió todo
esto.
En otros satélites de otros sistemas cualesquiera algo así
como gente
continuará haciendo cosas semejantes a versos y
viviendo debajo de cosas semejantes a muestras,
siempre una cosa enfrente de la otra,
siempre una cosa tan inútil como la otra,
siempre lo imposible tan estúpido como lo real,
siempre el misterio del fondo tan verdadero como el
sueño del misterio de la superficie,
siempre esto o siempre otra cosa o ni una cosa ni la otra.

Pero un hombre ha entrado en la tabaquería (¿a
comprar tabaco?),
y la realidad plausible cae de repente encima de mí.
Me incorporo a medias con energía, convencido,
humano,
y voy a tratar de escribir estos versos en los que digo
lo contrario.
enciendo un cigarrillo al pensar en escribirlos
y saboreo en el cigarrillo la liberación de todos los
pensamientos.
Sigo al humo como a una ruta propia,
y disfruto, en un momento sensitivo y competente,
la liberación de todas las especulaciones
y la conciencia de que la metafísica es una consecuencia
de encontrarse indispuesto.

Después me echo para atrás en la silla
y continúo fumando.
Mientras me lo conceda el destino seguiré fumando.
(Si me casase con la hija de mi lavandera
a lo mejor sería feliz.)
Visto lo cual, me levanto de la silla. Me voy a la ventana.

El hombre ha salido de la tabaquería (¿metiéndose el
cambio en el bolsillo de los pantalones?).
Ah, le conozco: es el Esteves sin metafísica.
(el propietario de la tabaquería ha llegado a la puerta.)
Como por una inspiración divina, Esteves se ha vuelto y
me ha visto.
Me ha dicho adiós con la mano, le he gritado ¡Adiós,
Esteves!, y el Universo
se me reconstruye sin ideales ni esperanza, y el propietario
de la tabaquería se ha sonreído.