sábado, mayo 28

Columna

Liter Espacio / Tim Burton, Cervantes y un cuadro de Giotto
Por Dulce María González
El Norte
Hay detalles que se pierden con el tiempo. Y algo que se borra al paso de los años para la mayoría de la gente (no hablamos aquí de los estudiosos, sino de la humanidad en general) es el humor en la creación artística. Esto se debe, en parte, a los cambios en los lenguajes y también a la falta de información en cuanto a los hábitos de cada momento histórico.
Se me ocurre un ejemplo: es posible que en un futuro lejano la película "Mars Attacks" (1996), de Tim Burton, sea considerada un clásico. Pero seguramente la gente no será capaz de distinguir el sentido de la parodia.Acaso los humanos del futuro no tomarán en cuenta que se trata de la burla a un tema clásico inaugurado por H. G. Wells en 1898, fecha en que se publicó el famoso relato del ataque extraterrestre a la Tierra.
Quizá la humanidad habrá olvidado las novelas y filmes del Siglo 20 en esta línea, quizá nadie entenderá la sátira de Burton a las expectativas new age y se habrá borrado el dato de que mucha gente de ahora esperaba naves extraterrestres que, como en un nuevo "rapto" evangélico, vendrían a rescatar humanos piadosos para llevarlos a algún equivalente del Cielo.
¿Cómo entender que el arma aniquiladora de invasores consista en poner en altavoces música antigua, cuando la música de ahora será igual de vieja y se confundirá con la otra?¿Alguien comprenderá la burla a los ecologistas hacia el final del filme?, ¿o la cursilada de poner a cantar a Tom Jones en el bosque y con un pajarito en la mano?, ¿o el significado político de los mariachis en la ceremonia de reconocimiento a los héroes?
Hace unas semanas llevé a mis alumnos de Medicina a la exposición de Benjamín Domínguez en la Pinacoteca del Centro de las Artes. La mezcla de épocas los dejó asombrados: rostros antiguos con ropajes de ángeles renacentistas; de pronto, una cámara fotográfica o algún otro objeto contemporáneo. Después, en el salón, les mostré una imagen de Giotto: "Abrazo en la Puerta Dorada", pintado entre 1304 y 1306.
"¿Creerían que Giotto hace aquí algo similar a lo de Domínguez?", pregunté.
Les expliqué que el cuadro aborda un tema antiguo, pero los personajes aparecen vestidos de acuerdo con la moda de la época en que fue pintado. Sin embargo, para mis alumnos todo en la imagen tenía relación con un solo momento histórico.
Esto viene a cuento a propósito de la celebración de los 400 años del Quijote. Intentamos hablar de él y la gente se disculpa y se va a casa. Señalamos el libro a lo lejos y nuestros acompañantes corren en dirección contraria. Y si sucede esto es porque hablamos de Cervantes con solemnidad, porque lo presentamos como alguien que nada sencillo puede decirnos a los humanos de ahora.
El pasado martes 17 de mayo se efectuó en la Capilla Alfonsina una lectura pública de El Quijote. Con este evento, la UANL inauguró el Festival Alfonsino, dedicado este año al cuarto centenario de la novela de Cervantes.
Quienes asistimos esa mañana como lectores no teníamos otra opción que escuchar mientras llegaba nuestro turno en el estrado. Entonces sucedió que no podíamos evitar reírnos o hacer comentarios espontáneos del texto. A pesar de los pendientes de trabajo, de la hora, estábamos disfrutando la lectura. Del acento marcadamente norteño de Luis Eugenio Todd al argentino de Coral Aguirre, los personajes cervantinos se refrescaban de una voz a la otra, de una mesa a la que sigue.
La primera distancia que se rompe en estas lecturas es el lenguaje. Pasados 15 minutos o 20 páginas de lectura en silencio, una se acostumbra al español de esa época y fluye con él. Entonces el Quijote se nos acerca lo suficiente como para advertir lo ridículo del vestuario, las armas obsoletas y fuera de moda, la flacura deprimente del caballo o la cursilería con que el personaje se apropia del amor cortés. Qué tipo tan loco, decimos, y es entonces cuando empieza a resultarnos simpático.
Para quienes amamos esta lengua ajena, impuesta a través de la conquista, y día a día intentamos convertirla en algo mucho más nuestro, El Quijote es un símbolo del origen que, como todo origen, continúa participando del presente, aportando sentido a lo que somos. Quizá por eso hablamos del texto con tal solemnidad, con tal distancia.
Se nos olvidan detallitos del momento histórico que, aclarándolos (como sucedió con Giotto en el salón de clases, como probablemente sucedería en el futuro con la película de Tim Burton si alguien aclara el sentido de este tiempo de ahora), acercarían un poco más a los lectores.
En cambio hacemos alarde de nuestro discurso retórico, hablamos de una manera que disgustaría al propio Cervantes, cuya gran empresa, ese acto de fundación de alcances que quizá él mismo no imaginaba, fue concebida desde una perspectiva contraria.
Si Cervantes hubiera pretendido solemnidad, habría escrito en latín y, quizá, en verso. Si se hubiera propuesto escribir en un tono como el de nuestros eruditos ensayos, no hubiera elegido contar las aventuras de un chiflado delirante.
La grandeza de El Quijote consiste precisamente en que la desfachatez de su autor; su gusto de escribir en lengua vulgar; la burla que hace de las grandes novelas de caballería, de los grandes personajes de la literatura de entonces; el afán del autor de pasarse por alto cada una de las normas canónicas; dio lugar a la gran obra.
Lo que logró Cervantes con esas ganas de ridiculizarlo todo fue una novela genial, un texto que, como toda obra universal, nos habla de cuestiones profundamente humanas sin apenas mencionarlas.
Y nos toca el alma mientras nos reímos a carcajadas, haciéndonos conscientes de nuestras mentiras, de nuestros sueños, de nuestra ridícula locura de pretender lo que no somos. Hasta que alguna vez, por milagro, por un instante, alcanzamos a vislumbrar algún tipo de grandeza entre los desfiguros y las miserias de lo humano contemporáneo, entre sus historias de extraterrestres y naves salvadoras, sus chiflazones de sacralizar vehículos papales, sus expresiones profundamente quijotescas, ridículas, delirantes.