sábado, julio 9

Hoy, en el literespacio

Liter Espacio / Conservar la memoria
Por Dulce María González
El Norte
Supe de Ray Loriga porque me prestaron un libro "que debía leer cuanto antes", con esa consigna me fui al café más cercano y me leí de corrido un centenar de páginas, sin respirar. Un libro no muy bien escrito en el sentido de construcciones fáciles o repeticiones innecesarias y, sin embargo, en contra de mi costumbre y de mi voluntad, seguí con la lectura hasta casi terminarla de una sentada.
"Tokio Ya No Nos Quiere" (Plaza & Janés, 1999) narra las andanzas de un vendedor de droga. Pero no se trata de un dealer común metido en el negocio de un químico cualquiera. Hablamos de una sustancia capaz de borrar recuerdos indeseables y de un personaje que debe soportar las historias de clientes inconformes con cierta parte de ellos mismos: escenas insoportables, acciones por desaparecer.
¿A quién se le ocurre escribir un texto con semejante selección de oscuridades, demonios internos y externos, paisajes de desolación?
Español, 38 años, tres o cuatro novelas publicadas. Un guión para Almodóvar (nada menos que el de "Carne Trémula"), otro para Saura ("El Séptimo Día"). Una película que pasó sin pena ni gloria y otra en producción. Principalmente odios, críticas negativas, rencores y envidias por doquier. Agreguemos a lo anterior su pose de escritor exitoso, su lucha contra la intolerancia, su cinismo en las entrevistas, sus cientos de lectores. Interesante.
Ahí estaba yo, en el cafecito, mi libro de "Tokio..." en las manos. El protagonista y narrador avanza a saltos, valiéndose de imágenes momentáneas, de retazos. La droga, que él mismo consume, le provoca olvidar gran parte de lo que sucede. Ese intento de deshacerse de la basura de los demás resulta contraproducente, ya que la cabeza se le llena de las historias de los otros a medida que la propia desaparece.
Antes de salir había hurgado un poco en internet. Además de las críticas negativas y los montones de groserías dedicadas al autor, leí entrevistas y un par de artículos publicados recientemente en El País, estos sí muy bien escritos y, sobre todo, inteligentes. En uno de ellos, Loriga aborda el tema de las metáforas, a propósito de las críticas por parte de la Iglesia a la aprobación en España de los matrimonios entre homosexuales.
El problema, dice, no está en los textos bíblicos, sino en su traducción. Y se lanza en primera contra la intolerancia. ¿Quién puede saber cuál es la manera correcta de vivir?, me pregunto, ¿qué autoridad inequívoca?, ¿cómo ser nosotros mismos cuando estamos sujetos a un juicio social cargado de certezas, de criterios totalitarios, de verdades inamovibles?
La necesidad de afecto y el miedo al rechazo parecieran ser las rejas detrás de las cuales los humanos en general, no sólo los homosexuales, enjaulamos nuestras singularidades, nuestra parte oscura, aquello que para otros puede resultar indeseable. En este sentido, y siendo realistas, una droga capaz de aniquilar cierta parte de nosotros significaría, además de adecuada socialmente, un negocio redituable.
Entonces sí el mundo sería perfecto en su artificialidad hollywoodense. Una película impecable donde los humanos, pulcros, sanos, rectos y bondadosos, cualquier cosa que lo anterior signifique, podríamos convivir sin "lastimarnos" emocionalmente unos a otros y, sobre todo, sin preocuparnos por el problema de la diversidad o, lo que es lo mismo, de la propia singularidad.
Pero sucede que, ni aun en las ficciones más optimistas desde el punto de vista puritano y, digamos, correcto, lo humano se salva de lo humano, o sea, de la imperfección. De ahí que, en la novela de Loriga, al acabar con lo supuestamente indeseable la droga se lleva de encuentro grandes cantidades de material humano, llamémosle así, "aceptable".
En "Tokio...", la intolerancia social se ha colado al terreno íntimo, de manera que, arriesgándose a perder recuerdos valiosos, es el mismo sujeto quien pide la "erosión" de su memoria, intentando con ello borrar una parte de su vida que sería importante integrar.
En el plano social, principalmente en el caso de ciudades como la nuestra, el asunto parece ser definir lo diverso, señalando con ello fronteras que, curiosamente, son aceptadas por todos con entusiasmo y sentido de agradecimiento.
Si la diversidad somos todos, puesto que los humanos contemporáneos construimos para nosotros individualidades cada vez más extremas, no veo a dónde vayamos a parar si continuamos estableciendo distancias o fingiendo que no somos como somos, o intentando borrar lo que somos ante las exigencias de una sociedad conservadora que pretende tener la verdad en la mano.
Al salir del café en cuestión, un tanto mareada por la lectura, caí en la cuenta de que, antes de internalizar este tipo de limitaciones y de miedos, habría que cuestionarnos si tiene verdadero valor la sensibilidad de quienes tratan de imponer su monopolio sobre la forma en que debemos experimentar nuestras vidas.
Sería necesario, también, preguntarnos por el significado personal e íntimo de cada singularidad nuestra, cada imperfección, cada huella hermosa o terrible.