domingo, septiembre 25

Puer aeternus o de la nostalgia

Para Mario Anteo

“I wannna rock”, bramaba mi amigo, ante el azoro de quienes ocupaban las mesas vecinas.El sacón de onda de quienes nos rodeaban --la mayoría de ellos bebía y conversaba en santa paz-- no era para menos: nos encontrábamos en un bar tranquilo, para gente mayor, donde una mujer también mayorcita cantaba boleros. Entretanto, mi amigo golpeaba la mesa con las palmas, como si ésta fuera un bongó. “Cántame un blues”, gritaba, y enseguida se reía, el solito, del chiste. A la cantante, obvio es decirlo, le salía humo por las orejas. En medio de uno de esos gritos, la esposa de mi amigo “Ya cállenlo”, gritó a su vez, y retomó la tranquila conversación que llevaba a cabo con Su Servidora. La noche siguió así, hasta el momento en que mi amigo se dio cuenta de que había perdido la cartera. Fin de la euforia.
El bar que digo es muy antiguo en la ciudad, pero de su vieja vocación conserva únicamente el nombre y el dueño. Situado actualmente en la zona up-class de San Pedro, “El mesón del gallo” fue durante años sitio de reunión de intelectuales y artistas. Hace dos décadas, cuando el ahora Barrio Antiguo no era zona turística, sino simple y sencillamente un rincón olvidado del centro de la ciudad, el mesón (así le llamábamos) era una pequeña “posta”: lugar de revolucionarios wannabe con música de protesta, sitio oscuro, destartalado, al que solíamos ir cada noche los escritores jóvenes dizque reventados; entre ellos, mi amigo y yo.
Todo en el mesón era de quinta. Los baños, las mesas, el escenario (consistente en un banco alto para el cantante y una lámpara prehistórica que lo iluminaba a medias) y el pequeño teatro donde el grupo “Rehilete” montaba obras interesantes con presupuestos raquíticos. Por otro lado, nunca se le vieron al Gallo, dueño del singular espacio de esparcimiento, perspectivas de mejorar, ya que quienes acudíamos ahí éramos, más bien, unos muertos de hambre. El mesón, todos lo sabíamos, no era negocio. De ahí su magia.
Los veinteañeros de entonces, que nos sentíamos muy open y muy intelectuales, íbamos al mesón a ligar, a tomar y, he ahí la costumbre de mi amigo, a gritar. Nadie había escrito aún su primer libro, pero todos nos sentíamos Rimbauds, Condes de Lautréamont en potencia. Qué tiempos.Resulta que entre la gente adinerada se puso de moda visitar tugurios y el mesón se fue de pronto a la alza; de manera que se cambió de aquella casa pequeña y mal acondicionada a un local grande, dos cuadras al oriente en la misma calle. Más adelante el mesón desapareció, para reabrir sus puertas hace unos años en un local de San Pedro.
Pues nada, que mientras mi amigo vociferaba y tocaba el bongó, durante las horas que tardó en darse cuenta que había perdido la cartera y, entonces sí, derrumbarse por completo, yo me la pasé bostezando, preocupada por el ensayo que debía terminar de escribir el fin de semana.
"¿Te das cuenta de que sigue siendo un adolescente?", me preguntó la esposa de mi amigo. "Sí", le dije, "es un tipo fascinante", y me quedé pensando en qué consiste que el tiempo se detenga en alguien. La adultez no es la maravilla del mundo, para decir la verdad, y sin embargo trae consigo otro tipo de magias, o eso quiero creer. El caso es que ando nostálgica, pidiendo al cielo que me pase al menos un trocito de la energía de Mario.