Fue toda una experiencia volver a leer los primeros poemas de Óscar. No los primeritos, sino los que siguieron a éstos. Paréntesis: los primeritos son los poemas con los que ganó su primer premio, el de la Uni. Los recuerdo llenos de fantasías eróticas (qué raro) y por debajo, por detrás, por un ladito el amor como un misterio. O quizá sucede que el amor como un misterio se colaba entre las grietas de palabras, entre las imágenes.
Me gustan los poetas que te meten imágenes a la cabeza y después no hay cómo sacarlas de ahí. Saltan de pronto como sapos, como arañas peludas a mitad de lo cotidiano. Una imagen que no puedo borrar de esa primera serie es la de un hombre desnudo, colgado del techo con unas cuerdas. Tengo entendido que había otro por ahí, torturándolo. Daba la sensación de que el colgado no estaba sufriendo tanto que digamos.
El caso es que después de aquella serie del premio de la Uni, a Óscar le dio por el circo. Literalmente. Recuerdo que fue un cambio drástico. Imágenes de leones saltando a través de aros de fuego, payasos golpeándose alternadamente con un martillo, trapecios y trapecistas, redes por todas partes, el público silbando o aplaudiendo y todo aquello por la necesidad primeriza de decir la pasión, de contar el viaje que ocurre casi siempre sobre una cama.
Hace un par de días los volví a leer. ¿Los trabajaste mucho?, le pregunté. No, respondió, así los dejé, como quedaron en ese tiempo. La verdad, no los esperaba tan claros al decir. Los recordaba más abigarrados, más caóticos. Entonces advertí que era por el giro que había dado Óscar en aquel momento y quizá, también, porque ahora estoy mucho más familiarizada con su estilo, esa manera que tiene de llegar a la emoción por caminos extraños que generalmente echan mano de lo absolutamente sensorial, de la imagen táctil. “Como equilibrista mi sombra sostiene tu cuerpo / una navaja entre los labios / el sudor golpea a mitad de la cuerda / y caemos. / El placer es una red abriéndose con los poros.” O este otro, donde el abandono hace su aparición: “Recorrí las butacas en busca de mis pasos / Saqué todas las jaulas / las bocas de los animales / y ese hocico que formó la multitud / Pero tengo que mi sombra / no está / Ni las plumas ni el alambre”.
Un poco más adelante Óscar inició una época, digamos, canina. Un perro callejero recorría la ciudad en sus textos y por supuesto que vivía sus aventuras, sus cogederas, su temor de que se lo llevaran a la perrera o lo mataran. El mundo visto desde esa altura, a partir de ese ángulo. También de esa época tengo mis imágenes. Óscar provocaba que viéramos con los ojos del perro, que anduviéramos por ahí, olfateando en la basura, deleitándonos al meter el hocico entre los condones o las medias de las putas. O que hiciéramos nuestros corajes cuando la dueña de una perrita de casa nos descubría en la movida y nos agarraba a escobazos.
¿Por qué ese dolor en los textos?, me preguntaba entonces, ¿por qué tan hondo? “Caminé la ciudad. Las montañas. El hambre entera. Atravesé el abandono una y otra vez y justo en el pico del atardecer volvía a encerrarme. El miedo. La suite cancelaba sus puertas y ventanas y por entre las comisuras brotaba. / Crecía entera esta duda. / Esta promesa maldita de camionetas recogiendo vagabundos. Inyectándoles la muerte. / Toda la sangre en un momento coagula su mal, su fluir preso de la transparencia.”
Al releer, después de estos años, los poemas del perro, entendí el motivo por el cual la lectura de “Desgracia”, de Coetzee, le pegó a Óscar tan duro. Son los perros de Coetzee, me decía al repasar los poemas, los mismísimos perros callejeros. Qué cosas.
Después llegaron los contrastes. En “Poemas para subir una escalera”, por ejemplo, es la sencillez, las palabras claras como una gota de agua. Se trata, citando a Óscar, de “gotas de sudor que se alargan como trenes”. Sin embargo, un poco más adelante las atmósferas explotan de nuevo. En “Poemas para terminar friqueado”, Jean Cocteau dialoga con Basquiat y Jacques Derrida aparece en esa fotografía del periódico.
Uno de los momentos que más me gusta de esa serie es cuando, afuera del MOMA en Nueva York, frente al carrito de hot dogs, al poeta se le antoja una imagen. Hay otros textos en los cuales, como sucede en el titulado “Cois”, se logra un equilibrio interesante: la velocidad se une a la experiencia del momento, a la movilidad que de pronto se detiene en una imagen final que lo abarca todo y lo suspende: “largas mujeres / de cabellos lacios / llenas de cal / endurecidas / subían por tus bosques / junto a tu lago / estallaban / los peces / las aves / y los blancos corales / rechinaban / se hacían astillas / el grito de saliva / retorcía el barro / y se hundían / las sombras enlodadas / en tu orilla”.
En la producción más reciente de Óscar David el erotismo ha ganado profundidad. Hay momentos en que estalla la claridad del instante, esa manera en que la poesía de Óscar logra que las emociones se desprendan de la carne. La sensación, táctil, abre grietas hacia los espacios internos a donde huye el sujeto en la exploración de sí mismo. Como si se tratara de una aventura cuerpo adentro: “y es tu sombra mi deseo, / una parla husmeando tu fundillo / abriendo el jugo / para tocar / la aceituna entre tus llamas…”
Los cuerpos son puentes entre las almas separadas, una manera de acceder a lo otro, a lo absolutamente desconocido, al misterio de quien se desea poseer: “Quizá ya sin ropa / los cuerpos sean una plataforma / una mesa de centro…” Y sin embargo, el secreto se resiste y el otro permanece en su calidad de sombra, de fantasma: “Soy el rey erguido / sobre mi propio antojo. / Y aún así, me saltas. / Huyes del tablero.”
El perro reaparece de nuevo, pero ahora es una manera de moverse en el deseo, un asunto de estrategia a mitad de esa guerra de conquista de los cuerpos: “incluso ahora / avanzo en la búsqueda / temeroso de su mordida / incidental contagio: / perro haciéndose el dormido…”
Hay en estos últimos poemas un deseo de que el deseo mismo quede ahí, detenido, eternizado. Y detrás la angustia, el temor de que algún día pueda suceder el fin del deseo, la necesidad urgente de que no se acabe nunca, que permanezca como alimento, sostenido ahí, suspendido en las palabras que suspenden el momento: “nuestro delito un tumor en el ovario del deseo, / una mancha eréctil en la sonrisa, / en la aprehensión / de no tocar / de no amanecer / de no liberarnos…”
Y siempre en los cuerpos, más allá de los cuerpos esa búsqueda del amor como respuesta a la soledad, o acaso como huída del cautiverio de permanecer siempre con uno mismo, en el aislamiento interno más absoluto, donde no hay respuesta posible, ni compañía posible, ni amor que valga. De ahí el arranque de uno de los poemas más logrados de Óscar hasta el momento, un texto en el que es posible advertir que hay ya, aunque breve, un camino recorrido, una experiencia con la palabra, acaso con aquello que es necesario sacar a la palabra a como dé lugar. Hablo de el poema: “El buscón quiere flotar (y no flotar)”: “es por amor que el buscón indaga en las grietas de la fiesta, / en el sudor del vaso / y en la mancha del terrón: / su solapa es el costado de un camino donde el ángel avanza, / el espejo / su hit; / es un pasión de coca que no lo habita, / que no lo señala cual clave del frío: / él permanece de bruces / y con la mirada / se vuelve arpón / sobre los rosales: / sabe de las espinas que para él aguardan, / el jardín que no está a su lado / es una vulva / una noche adonde él entra / traicionado por su sombra / atraviesa la ciudad / en epidemia / y regresa una vez más / solo…”
Y sin embargo, el buscón a veces encuentra, como sucede en el poema “Enamorado en Kylie”, que se interna en el instante del deseo y hace una síntesis de las realidades que conforman ese instante: la Minogue en la pantalla, la quimio, la ausencia de su seno izquierdo, las múltiples ventanas del chat como metáfora de tantas realidades empalmadas, superpuestas, mientras en la disco, dos se enamoran. Extraña atmósfera la del cáncer para entrar al deseo. El amor como abanico.
Por último, en “Niño embarazado”, más allá de la alusión a Julio Galán, o quizá más adentro en la lectura personal que realiza el poeta de esa imagen, el amor provoca el deseo de un tercero, algo o alguien naciendo desde el corazón, una prolongación de uno mismo desde el primer escenario edípico y a partir de los recuerdos de la infancia.
¿Por qué existe la poesía, la necesidad de escribir?, ¿por qué motivo nos embarcamos en esto y ya no lo soltamos, ya no podemos, así nos agarren a patadas?, ¿por qué dedicar la vida, tan valiosa ella, la única que tenemos, a escribir, como si no hubiera otra cosa en el mundo, otra actividad, otro camino?, ¿por qué gastarnos los días, los años?, ¿por qué arriesgarnos a tanto, si bien sabemos que, lo dijo Pessoa, la lengua en la que escribimos desaparecerá sólo un poco después que nosotros, y las cosas de las que hablamos no tendrán sentido? Seguramente esto es una enfermedad, me dije cuando preparaba este texto, y de pronto recordé uno de los poemas de Óscar, “Los contagiados”. Sí, pensé, en efecto, si regresamos una y otra vez a la escritura, si lo hacemos a pesar de todos y de todo, a pesar de nosotros mismos, ha de ser porque sufrimos algún tipo de contagio: “vuelven callados / porque saben que en un vaso de agua / en una ventana / está el desprendimiento / la fuga / bajo los árboles / el verbo / iluminando / su rostro / ánfora repleta de monedas / sin embargo / siempre / entre las piernas / el sudor / y las bestias / exprimiéndolos / directo / al paladar / como quien vence / y a la vez muere / intermitente / detrás de las cosas / de este mundo / de esta boca…”
Me gustan los poetas que te meten imágenes a la cabeza y después no hay cómo sacarlas de ahí. Saltan de pronto como sapos, como arañas peludas a mitad de lo cotidiano. Una imagen que no puedo borrar de esa primera serie es la de un hombre desnudo, colgado del techo con unas cuerdas. Tengo entendido que había otro por ahí, torturándolo. Daba la sensación de que el colgado no estaba sufriendo tanto que digamos.
El caso es que después de aquella serie del premio de la Uni, a Óscar le dio por el circo. Literalmente. Recuerdo que fue un cambio drástico. Imágenes de leones saltando a través de aros de fuego, payasos golpeándose alternadamente con un martillo, trapecios y trapecistas, redes por todas partes, el público silbando o aplaudiendo y todo aquello por la necesidad primeriza de decir la pasión, de contar el viaje que ocurre casi siempre sobre una cama.
Hace un par de días los volví a leer. ¿Los trabajaste mucho?, le pregunté. No, respondió, así los dejé, como quedaron en ese tiempo. La verdad, no los esperaba tan claros al decir. Los recordaba más abigarrados, más caóticos. Entonces advertí que era por el giro que había dado Óscar en aquel momento y quizá, también, porque ahora estoy mucho más familiarizada con su estilo, esa manera que tiene de llegar a la emoción por caminos extraños que generalmente echan mano de lo absolutamente sensorial, de la imagen táctil. “Como equilibrista mi sombra sostiene tu cuerpo / una navaja entre los labios / el sudor golpea a mitad de la cuerda / y caemos. / El placer es una red abriéndose con los poros.” O este otro, donde el abandono hace su aparición: “Recorrí las butacas en busca de mis pasos / Saqué todas las jaulas / las bocas de los animales / y ese hocico que formó la multitud / Pero tengo que mi sombra / no está / Ni las plumas ni el alambre”.
Un poco más adelante Óscar inició una época, digamos, canina. Un perro callejero recorría la ciudad en sus textos y por supuesto que vivía sus aventuras, sus cogederas, su temor de que se lo llevaran a la perrera o lo mataran. El mundo visto desde esa altura, a partir de ese ángulo. También de esa época tengo mis imágenes. Óscar provocaba que viéramos con los ojos del perro, que anduviéramos por ahí, olfateando en la basura, deleitándonos al meter el hocico entre los condones o las medias de las putas. O que hiciéramos nuestros corajes cuando la dueña de una perrita de casa nos descubría en la movida y nos agarraba a escobazos.
¿Por qué ese dolor en los textos?, me preguntaba entonces, ¿por qué tan hondo? “Caminé la ciudad. Las montañas. El hambre entera. Atravesé el abandono una y otra vez y justo en el pico del atardecer volvía a encerrarme. El miedo. La suite cancelaba sus puertas y ventanas y por entre las comisuras brotaba. / Crecía entera esta duda. / Esta promesa maldita de camionetas recogiendo vagabundos. Inyectándoles la muerte. / Toda la sangre en un momento coagula su mal, su fluir preso de la transparencia.”
Al releer, después de estos años, los poemas del perro, entendí el motivo por el cual la lectura de “Desgracia”, de Coetzee, le pegó a Óscar tan duro. Son los perros de Coetzee, me decía al repasar los poemas, los mismísimos perros callejeros. Qué cosas.
Después llegaron los contrastes. En “Poemas para subir una escalera”, por ejemplo, es la sencillez, las palabras claras como una gota de agua. Se trata, citando a Óscar, de “gotas de sudor que se alargan como trenes”. Sin embargo, un poco más adelante las atmósferas explotan de nuevo. En “Poemas para terminar friqueado”, Jean Cocteau dialoga con Basquiat y Jacques Derrida aparece en esa fotografía del periódico.
Uno de los momentos que más me gusta de esa serie es cuando, afuera del MOMA en Nueva York, frente al carrito de hot dogs, al poeta se le antoja una imagen. Hay otros textos en los cuales, como sucede en el titulado “Cois”, se logra un equilibrio interesante: la velocidad se une a la experiencia del momento, a la movilidad que de pronto se detiene en una imagen final que lo abarca todo y lo suspende: “largas mujeres / de cabellos lacios / llenas de cal / endurecidas / subían por tus bosques / junto a tu lago / estallaban / los peces / las aves / y los blancos corales / rechinaban / se hacían astillas / el grito de saliva / retorcía el barro / y se hundían / las sombras enlodadas / en tu orilla”.
En la producción más reciente de Óscar David el erotismo ha ganado profundidad. Hay momentos en que estalla la claridad del instante, esa manera en que la poesía de Óscar logra que las emociones se desprendan de la carne. La sensación, táctil, abre grietas hacia los espacios internos a donde huye el sujeto en la exploración de sí mismo. Como si se tratara de una aventura cuerpo adentro: “y es tu sombra mi deseo, / una parla husmeando tu fundillo / abriendo el jugo / para tocar / la aceituna entre tus llamas…”
Los cuerpos son puentes entre las almas separadas, una manera de acceder a lo otro, a lo absolutamente desconocido, al misterio de quien se desea poseer: “Quizá ya sin ropa / los cuerpos sean una plataforma / una mesa de centro…” Y sin embargo, el secreto se resiste y el otro permanece en su calidad de sombra, de fantasma: “Soy el rey erguido / sobre mi propio antojo. / Y aún así, me saltas. / Huyes del tablero.”
El perro reaparece de nuevo, pero ahora es una manera de moverse en el deseo, un asunto de estrategia a mitad de esa guerra de conquista de los cuerpos: “incluso ahora / avanzo en la búsqueda / temeroso de su mordida / incidental contagio: / perro haciéndose el dormido…”
Hay en estos últimos poemas un deseo de que el deseo mismo quede ahí, detenido, eternizado. Y detrás la angustia, el temor de que algún día pueda suceder el fin del deseo, la necesidad urgente de que no se acabe nunca, que permanezca como alimento, sostenido ahí, suspendido en las palabras que suspenden el momento: “nuestro delito un tumor en el ovario del deseo, / una mancha eréctil en la sonrisa, / en la aprehensión / de no tocar / de no amanecer / de no liberarnos…”
Y siempre en los cuerpos, más allá de los cuerpos esa búsqueda del amor como respuesta a la soledad, o acaso como huída del cautiverio de permanecer siempre con uno mismo, en el aislamiento interno más absoluto, donde no hay respuesta posible, ni compañía posible, ni amor que valga. De ahí el arranque de uno de los poemas más logrados de Óscar hasta el momento, un texto en el que es posible advertir que hay ya, aunque breve, un camino recorrido, una experiencia con la palabra, acaso con aquello que es necesario sacar a la palabra a como dé lugar. Hablo de el poema: “El buscón quiere flotar (y no flotar)”: “es por amor que el buscón indaga en las grietas de la fiesta, / en el sudor del vaso / y en la mancha del terrón: / su solapa es el costado de un camino donde el ángel avanza, / el espejo / su hit; / es un pasión de coca que no lo habita, / que no lo señala cual clave del frío: / él permanece de bruces / y con la mirada / se vuelve arpón / sobre los rosales: / sabe de las espinas que para él aguardan, / el jardín que no está a su lado / es una vulva / una noche adonde él entra / traicionado por su sombra / atraviesa la ciudad / en epidemia / y regresa una vez más / solo…”
Y sin embargo, el buscón a veces encuentra, como sucede en el poema “Enamorado en Kylie”, que se interna en el instante del deseo y hace una síntesis de las realidades que conforman ese instante: la Minogue en la pantalla, la quimio, la ausencia de su seno izquierdo, las múltiples ventanas del chat como metáfora de tantas realidades empalmadas, superpuestas, mientras en la disco, dos se enamoran. Extraña atmósfera la del cáncer para entrar al deseo. El amor como abanico.
Por último, en “Niño embarazado”, más allá de la alusión a Julio Galán, o quizá más adentro en la lectura personal que realiza el poeta de esa imagen, el amor provoca el deseo de un tercero, algo o alguien naciendo desde el corazón, una prolongación de uno mismo desde el primer escenario edípico y a partir de los recuerdos de la infancia.
¿Por qué existe la poesía, la necesidad de escribir?, ¿por qué motivo nos embarcamos en esto y ya no lo soltamos, ya no podemos, así nos agarren a patadas?, ¿por qué dedicar la vida, tan valiosa ella, la única que tenemos, a escribir, como si no hubiera otra cosa en el mundo, otra actividad, otro camino?, ¿por qué gastarnos los días, los años?, ¿por qué arriesgarnos a tanto, si bien sabemos que, lo dijo Pessoa, la lengua en la que escribimos desaparecerá sólo un poco después que nosotros, y las cosas de las que hablamos no tendrán sentido? Seguramente esto es una enfermedad, me dije cuando preparaba este texto, y de pronto recordé uno de los poemas de Óscar, “Los contagiados”. Sí, pensé, en efecto, si regresamos una y otra vez a la escritura, si lo hacemos a pesar de todos y de todo, a pesar de nosotros mismos, ha de ser porque sufrimos algún tipo de contagio: “vuelven callados / porque saben que en un vaso de agua / en una ventana / está el desprendimiento / la fuga / bajo los árboles / el verbo / iluminando / su rostro / ánfora repleta de monedas / sin embargo / siempre / entre las piernas / el sudor / y las bestias / exprimiéndolos / directo / al paladar / como quien vence / y a la vez muere / intermitente / detrás de las cosas / de este mundo / de esta boca…”
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