sábado, febrero 2

Malos consejos

Literespacio / Malos consejos
Dulce María González
EL NORTE
2 Feb. 08

Abro el correo y encuentro el boletín informativo de la Comunidad de Editores Mexicanos que envía cada semana David Ricardo. Noticias y artículos acerca de libros, autores, editores, bibliotecas, publicaciones y curiosidades relacionadas con la lectura y la escritura en internet.

Esta semana el boletín incluye una extravagancia. Se trata de una lista de "preceptos" publicada en 1909 en The Library Journal de Nueva York, en la cual se prohíben una serie de hábitos relacionados con los libros.

No leer en la cama, no escribir notas al margen, no doblar las esquinas de las hojas, no mojar la punta de los dedos al dar vuelta a las páginas, no leer comiendo, etcétera.

Pienso de inmediato que las recomendaciones del artículo, escrito por un tal Harold Klett y publicado en el boletín como una curiosidad, no son la mejor estrategia para acercar a la gente a la lectura.

Mejor leer en la cama hasta quedarse dormido y así continuar en sueños el traslado, la traducción. Leer comiendo y bebiendo para que el libro se impregne de sabores y olores: sentirlo en el paladar. Escribir directamente sobre las páginas para abrir grietas hacia el presente, hacia otros autores, pensamientos y recuerdos. Crear laberintos.

Esto de que los libros abren a otros libros, que en el fondo son un fluir orgánico y continuo que conforma la historia de la literatura (de la escritura, de la cultura), se enriquece, sin duda, con las pequeñas huellas que dejamos en ellos: una constancia de que estuvimos ahí, pensando, existiendo; una marca tan concreta como la de la letra impresa, señal de que alguien dijo algo y se fue.

Curiosamente, cuando recibí el boletín leía "El Mismo Mar", un libro del israelí Amos Oz, que es toda una invitación a reflexionar sobre la vida y la escritura, sobre las huellas que dejamos, la manera como las huellas de los muertos resuenan en nosotros y cómo al final sólo quedan ellas, las huellas mismas fluyendo en sí, alimentándose unas de las otras.

En "El Mismo Mar", Amos Oz construye una serie de historias a partir de poemas donde los personajes hablan en primera persona o escriben cartas, o se dejan contar por un personaje o un narrador ficticio.

De pronto advertimos que las historias están interconectadas, que quien habla es en realidad una voz múltiple, conformada de voces como el rumor del mar. Es la historia de la literatura o cualquier historia personal, las palabras de los vivos y los muertos fluyendo, ondeando, reventando en forma de ola y retrocediendo hacia el océano.

En ocasiones es Amos Oz quien habla ("¿Cómo me gustaría escribir? / como un viejo griego que invoca a los muertos"). Otras veces el autor avanza con todos ("estamos tan contentos que dejamos el escritorio / y antes de las seis salimos a trabajar al jardín"), o el narrador se desdobla en otro, que a su vez lo narra ("Un poco antes o después del atardecer sale / el narrador a ver cómo va todo, / si ha cambiado algo en el desierto").

Lo sorprendente es que el lector nunca pierde el hilo de las historias que, juntas, van conformando un universo en el que un hombre cuenta la muerte de su esposa y el viaje de su hijo al Tíbet; la esposa habla desde la muerte al lector y al hijo, el hijo escribe cartas, la novia del hijo acude al suegro, el carpintero que hizo el escritorio donde se escribe se suicida, la hija de éste se casa.

El resultado es una red compleja y al mismo tiempo clara, meciéndose en nuestra mente como si flotara en el mar, contada por gente que siente de pronto una extraña nostalgia de otros tiempos, gente que de pronto se reconoce de otra parte y se pierde: "Te has extraviado. / Esto es el exilio. Vendrá la muerte, en tu hombro pondrá / su sabia mano, ven, nos vamos a casa".

A lo largo de la lectura hay una extraña sensación de paz. "Me quito los zapatos", se dice Oz a sí mismo, "con la manguera del jardín riego mis pies, mis quejes, la luz, lo que he perdido lo he olvidado, lo que me ha dolido se ha desvanecido, a lo que he renunciado he renunciado y lo que me queda me basta. Los treinta dedos de mis hijos, los cuarenta dedos de mis nietos, y mi casa, y el jardín, y mi cuerpo...".

¿Qué queda después de leer todo esto?, ¿un libro?, ¿nosotros?, ¿el autor?

Observo mi ejemplar de Amos Oz, un volumen conformado de huellas que el autor rescata de aquí y de allá, totalmente subrayado por mí, con anotaciones por todos lados y manchas de grasa y de café, y me pregunto quién es o era el tal Harold Klett y por qué daba tan malos consejos a sus lectores.

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