sábado, abril 12

Violencia que se dice



Publicado en la columna Literespacio, sección Arte, periódico El Norte, de Monterrey.

Asesinatos, sangre, muertos, mutilación, hombres castrados. En "La Muerte Me Da" (Tusquets, 2007), la más reciente publicación de Cristina Rivera Garza, la violencia se convierte en metáfora del acto de escribir.

Echando mano del diario y los poemas de Alejandra Pizarnik, y de los comentarios de María Negroni sobre ellos, la autora se instala en un tipo de escritura que habla de la escritura misma y donde el deseo de la prosa concreta, precisa, ajena, resulta inalcanzable.

Si para la Pizarnik la prosa es una casa imposible donde resguardarse de la propia disociación, de la fragmentación, del desorden; si Negroni considera que escribir así es "inscribir algún signo sobre la superficie de un cuerpo desmembrado", Rivera Garza anuncia el asesinato, muestra el cuerpo destrozado y se dispone, junto con nosotros, a buscar al culpable.

El resultado es un discurso autorreferencial: la escritura como espejo que se observa a sí misma. "En un campo", dice Rivera Garza, citando a Pizarnik, "y con la ayuda de dos espejos, enterré un rayo de sol en la tierra".

Si, en Pizarnik, los dos espejos (reflexión de la escritura) dan por resultado la construcción del lenguaje como refugio (un rayo de sol entra a la tierra), en Rivera Garza la metáfora es una cuchillada: la luz (mirada) entra al cuerpo (del texto) a través del orificio provocado por el arma (deseo de saber) que lo mata. ¿Quién es el culpable?

Tal como veníamos advirtiendo desde "La Cresta de Ilión" y "Lo Anterior", Rivera Garza parece rebelarse contra la linealidad de la anécdota e intenta lo imposible: la no historia. Acaso crear una forma capaz de acoger cierta idea que no está, como sucede en la producción de César Aira, tan cercana a la plástica.

Como en sus novelas anteriores, el narrador de "La muerte..." es hombre y mujer por igual, la "voz de un sujeto disociado". Esa voz es a la vez periodista, detective, ayudante, profesora de universidad. Es todas(os) y ninguna(o). Es simplemente una voz, lenguaje.

La escritura se convierte entonces en "una zona cerrada por un círculo". El texto escrito no refleja la realidad, sino que se refleja a sí mismo, construye su propia realidad.



El lenguaje allá, en el texto, referido a sí mismo, se transforma en casa. Algo que no habla de lo humano, que no se refiere a lo humano, pero es capaz de contenerlo. Un refugio.

Como sucedió con el lenguaje de la plástica a principios del siglo 20, los signos de esta escritura se niegan a decir el mundo. Se independizan.

El dolor aquí pertenece sólo al creador (Pizarnik, la terrible angustia que la llevó al suicidio), pero no aparece en el lenguaje, que es diferente, otra cosa, algo que resguarda, precisamente, del dolor.

Sin embargo, Pizarnik nunca escribió esa prosa de belleza imposible. No creyó haberlo hecho y, si lo hizo, no le sirvió de habitación. Tuvo que abandonar el juego y resguardarse en la muerte, la verdadera, irrevocable.

En cuanto a Rivera Garza, en su texto le da vueltas y vueltas a lo mismo: la muerte, el asesinato, el deseo de lo ajeno (un pene, un objeto cerrado en la zona cerrada del sexo, del lenguaje). Basta leer las primeras páginas del libro para entender que andaremos en círculos y nunca daremos con lo que se busca: "No tienes derecho a saber nada de los muertos", dice.

Lo que aparentemente hace Rivera Garza es intentar borrar el contenido (la anécdota lineal, lo autobiográfico, las emociones) para develar el contenedor. "¿Para qué sirve una taza?", dice al final, cuando la ha mostrado desde todos los ángulos posibles.

Desde mi punto de vista, el riesgo de este libro (se lo dije a un amigo la noche del miércoles) es el que señala Steiner cuando habla de los poetas dadaístas, quienes a principios del siglo 20 intentaron crear textos que fueran una pura "taza", un contenedor: "Los productos fueron unas trivialidades más o menos incomprensibles", dice Steiner. Y agrega: "¿En qué sentido han sido inventadas [esas] metáforas, y para quién?"

"Estoy de acuerdo", dijo mi amigo el miércoles, "pero toma en cuenta que los dadaístas fundaron el arte contemporáneo".

¿Cuál es el sentido de violentar las estructuras textuales mediante enunciados y metáforas que aluden a esa misma violencia fría, dicha, alejada del espectador, quien se limita a observar su estética como si se tratara de un cuadro?, ¿estamos ante un hallazgo o ante una "trivialidad más o menos comprensible"? Leamos.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Cristina fue una revelación para mi desde la cresta de ilión. Luego cuando encontré este libro supe que encontraría lo que buscada. Una historia resquebrajada como pretexto para decir algo, acaso el experimento de un artista incomprendido, del que intuimos su genialidad solamente, como lynch (si te gustó este libro ve por inland empire de lynch). Mayor mi gusto saber que lo reseñas precisamente tú. Me quedo con tu reseña y la forma que tiene el humo cuando se difraza de una novela de Cristina.

guille