sábado, septiembre 27

Humo en los ojos


Publicado en la columna Literespacio, sección Vida, periódico El Norte, de Monterrey

I. La naturaleza existe

La ley que prohíbe fumar en espacios cerrados tiene una gran ventaja: el fumador recuerda que existe la naturaleza. Acostumbrados a encerrarnos en restaurantes y cafés donde la temperatura y la iluminación son siempre las mismas, los espacios externos no sólo resultan edificantes, sino que una se conmueve hasta las lágrimas.

Gracias a esta benéfica ley he descubierto algunos detalles importantes del mundo exterior. En la parte antigua de la Colonia Del Valle, por ejemplo, habita una inmensa parvada de pericos. Las simpáticas aves vuelan de un árbol a otro, formando extensas nubes verdes y haciendo un ruidazo.

En la Colonia Contry corre un viento muy agradable por las noches, y cuando hay luna es posible observar la silueta un tanto tenebrosa de los cerros. Por el rumbo de las Cumbres, el clima es considerablemente más fresco que en el resto de la Ciudad, y las luces de los edificios y las calles son todo un espectáculo.

El caso es que las pequeñas gotas de lluvia, el sol de la mañana y hasta el calor sofocante del mediodía nos recuerdan a los mexicanos de clase media para arriba (aproximadamente el 15 por ciento de la población), que además fumamos (¿acaso un 10 por ciento?), que somos parte de este hermoso planeta.

Al 85 por ciento restante le importa muy poco este tipo de medidas.

Tomando en cuenta que respiran a diario las emisiones altamente contaminantes del transporte público, además del humo de leña o carbón con que muchos se calientan y cocinan sus alimentos; considerando que ni en sus mejores sueños tendrían oportunidad de tomarse un frapuchino en alguno de los espacios libres de humo de nuestra Nación, para la mayoría de los mexicanos este tipo de sutilezas legales posee la misma importancia que las costumbres culinarias de los marcianos.

II. Cuestión de fantasear

A los mexicanos de clase media para arriba no sólo nos interesa movernos en espacios asépticos, sino que también cuidamos nuestra alimentación, comiendo productos orgánicos e ingiriendo suplementos. En casos extremos, hasta vamos al gimnasio y nos ejercitamos.

Tal estilo de vida, que recuerda a los viajeros de la nave interplanetaria del popular filme "Wall-E" (en el que nunca aparece la masa de pobres que no tuvo para el pasaje y se quedó en el planeta estéril y plagado de basura), no admite el humo del cigarro en sus espacios.

Y aunque sabemos que el confort de nuestro mundo pulcro y climatizado se relaciona directamente con la emisión de dióxido de carbono de las fábricas donde se elaboran los productos que consumimos a diario, procuramos no pensar en ello y fantaseamos que el mundo es así, que las tiendas y los restaurantes son así, tan agradables y tan libres de contaminantes.

III. Cochinadas

Me encontraba cenando en un conocido restaurante local cuando a uno de los comensales se le ocurrió encender un cigarro. Desde que entró la dichosa ley, este tipo de acciones rebeldes, así como las reacciones que provocan, dan para un estudio sociológico de los espacios hegemónicos a nivel planetario.

Un padre de familia de otra mesa se quejó con el mesero, quien invitó al fumador a apagar su cigarro. El rebelde se negó. Llegó el gerente y se armó la discusión. Para cuando acordamos, quienes presenciábamos la escena en calidad de público, el rebelde había ya terminado con su cigarro y, aplastando la bacha en una cuchara, pidió la cuenta con una sonrisa de triunfo en los labios.

Habiendo cumplido con su deber cívico, aunque sin grandes resultados, el adusto censor empuñó sus cubiertos y se dispuso a ingerir su cena.

A continuación, el hombre empezó a... ¿comer? Hablaba con la boca llena, bebía mucho y a grandes sorbos (el vino se le escurría por las comisuras de los labios) y al terminar el contenido de su plato, que arrastró hacia una esquina, ensuciando el mantel, nos obsequió con un sonoro eructo.

¿Sería posible que el Estado, por amor de Dios, legislara en este sentido?

IV. Agresiones

Como sabemos desde Freud, los humanos nos movemos a partir de dos instintos básicos, el erótico (reproducción) y el tanático (destrucción). Y aunque pareciera que las nuevas restricciones impuestas por la cultura a nuestro ya de por sí maltratado aparato psíquico son en favor de la vida, tengo la sospecha de que favorecen a su contrario.

Con el pretexto de que se protege la salud de la mayoría entre la minoría, la medida impulsa a sus representantes a convertirse en pequeños dictadores que gozan al hacer sufrir a su prójimo, en muchos casos bajo el pretexto de hacerle un bien.

"No se trata de molestar a nadie", dice el escritor español Javier Marías, "pero debería haber algo más de respeto hacia el tabaco". Si bien es cierto que es malo para la salud, agrega, ésta no es únicamente pulmones, garganta e hígado, "sino también equilibrio y satisfacción y placer".

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