sábado, octubre 25

Novelas candentes

Publicado en la columna Literespacio, sección Vida de El Norte, Monterrey

Hace un par de semanas me pidió un lector que hablara sobre pornografía.

En ese momento consideré, curiosamente, que se trata de un tema árido. Hablar sobre las implicaciones de que se rompan las fronteras entre lo privado y lo público no es tan atractivo como pareciera.

Que la gente salga de la sala del cine ante una escena de sexo explícito, por ejemplo, no es raro. La pornografía, dice Zizek, incomoda cuando se experimenta en frío, sin el mínimo fantaseo capaz de protegernos de la realidad a nivel cero, de la crudeza de la carne que a su vez nos recuerda su inevitable deterioro y, en última instancia, a la muerte.

Agreguemos a lo anterior el carácter público del momento. La imposibilidad de concentrarnos en nuestro mundo interno nos acerca demasiado a los otros. Y el exceso de proximidad rompe el hechizo, las personales fórmulas del deseo que nos permiten aproximarnos.

El caso es que me animé a escribir sobre el tema después de leer un par de novelas que incluyen descripciones sexuales bastante directas, sin ningún tipo de tratamiento literario o poético. Se trata de "Besos Pintados de Carmín", de Sealtiel Alatriste (Alfaguara, 2008), y "Vida con mi Viuda", de José Agustín (Randomhouse Mondadori, 2005).

La novela de Alatriste, de tono humorístico, empieza cuando el protagonista, un publicista viudo, experimenta un sueño inquietante: su compadre, recientemente fallecido y a quien nunca la faltaron ganas de meterse con su esposa, le comunica que se está acostando con ella en el más allá.

A partir de este momento se inicia una historia donde los vivos y los muertos arman tremendos líos y en la que sale a relucir la trayectoria del protagonista en su carrera de latin lover, aunque permanece enamorado de su enigmática esposa.

La tesis de la novela es la siguiente: los hombres se la pasan buscando en los cuerpos de las mujeres a una sola, o sea, el secreto de la mujer que aman; mientras las mujeres, por motivos oscuros, hacen el amor a muchos hombres en el cuerpo de uno solo.

En el caso de la novela de José Agustín, que también maneja el humor, el protagonista toma la identidad de un hombre que se le parece físicamente y, por azares del destino, viene a morir en sus brazos. A partir de este hecho, asiste disfrazado a su propio funeral y repasa su vida a distancia.

La sexualidad, que también en esta novela es tema central, adquiere una profundidad espiritual muy mexicana, puesto que la suegra es una chamana de Oaxaca y la esposa, depositaria de este tipo de sabiduría ancestral, resulta muy comprensiva en relación a sus andanzas, que a ratos parecieran alcanzar niveles místicos.

Aunque la fila de mujeres con las que se acuestan los protagonistas es tratada como un puñado de cuerpos sin alma y, por lo mismo, simples depositarios de la libido de los Casanovas en cuestión, las esposas son seres humanos complejos, con sus propias experiencias y sus deseos insondables.

Tenemos entonces, en los dos casos, a un seductor bastante mayorcito, con su repertorio de amantes y su mujer idealizada. Como un enorme boquete, un espacio vacío o una presencia ausente, todo se organiza en torno a esa mujer mítica. El mujeriego depende de ella, que pareciera ser, en el fondo, un ser monstruoso.

En la novela de José Agustín hay un fragmento muy ilustrativo. Se trata de la primera relación sexual de la esposa, cuando era apenas una aprendiz de bruja adolescente. Después de drogar a un joven y poseerlo de manera feroz, le arranca un ojo y se lo guarda en la bolsa, convirtiéndolo en amuleto relacionado con el "don de la visión".

Lo que eso significa en relación a la terrible mirada de la mujer ideal que persigue el protagonista, y de la que también huye, da para una serie de artículos.

Baste por lo pronto mencionar que los pasajes sexuales resultan, en ambos casos, demasiado realistas. Y es quizá esta manera de descripción tan directa, tan, digamos, carente de ambigüedades, lo que rompe el hechizo tranquilizador de la fantasía y nos provoca, más que deleite, angustia.

Quizá por eso ambas novelas resultan inquietantes, aunque no tengamos que abandonar ninguna sala de cine, puesto que observamos el espectáculo de la soledad en soledad, sin la presencia indeseada de ningún testigo.

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