viernes, junio 2

Ya lo encontré!

(La clave era precisamente ésa: el padre Amaro)

Liter Espacio/ El Padre Amaro, los poetas y los ángeles
Por
Dulce María González
7 de septiembre de 2002
El Norte

Platicaba con un amigo acerca de Vicente Leñero, sus obras costumbristas de antes, el fracaso de su escuela de teatro, el éxito de sus talleres de dramaturgia y también aquello que se dijo hace años acerca de que lo habían querido envenenar. Fue entonces que me vino a la mente la película "El Crimen del Padre Amaro" (México-España, 2002).
Dirigido por Carlos Carrera, este filme fue precedido por una amplia polémica que desvió la atención del público al subrayar el aspecto crítico del argumento en relación a la corrupción y el poder ejercidos por la Iglesia como institución.
Más allá de esta discusión, así como de la censura de que fue objeto la película por parte de grupos conservadores mexicanos, llama la atención el excelente trabajo realizado por la mancuerna Carrera-Leñero.
Contrariamente a lo que sucede en guiones como el de Vallejo, en "La Virgen de los Sicarios", cuyos diálogos inverosímiles y discursos autorales en boca de los personajes desmerecen el trabajo propiamente cinematográfico, "El Crimen del Padre Amaro" parece asentarse sólidamente en la efectividad de un guión, cuyos cimientos dan oportunidad a la construcción de un lenguaje cinematográfico interesante y fluido. A esto habría que agregar un trabajo actoral también sostenido, firme, y una dirección pulcra centrada en el conflicto humano que presenta la adaptación realizada por Leñero de la novela del portugués Eca de Queiros.
"El Crimen del Padre Amaro" aborda la historia de un personaje con vocación de servicio, un joven que ha elegido el camino de la virtud y que al salir del seminario se enfrenta con la realidad del mundo. Poco a poco la situación lo irá cercando, cerrándole opciones a partir de códigos sociales e institucionales que el joven sacerdote no es capaz de franquear. En "El Crimen del Padre Amaro" cada personaje se ve envuelto en su personal tragedia; la realidad del mundo los ha convertido en títeres, seres en manos del destino.
El argumento de esta película me recordó el filme "Faraway, so Close" (1993), de Wim Wenders. En este trabajo del director alemán, un ángel guardián cae a la tierra en un instante de crisis en el cual intenta salvar a un niño. En un primer momento, el ángel se enamora del planeta. Maravillado de los colores, de sentir el peso de su cuerpo, se pone a saltar y a correr como un pequeño. No obstante, apenas inicia a moverse entre los mortales empiezan los problemas. Qué difícil es hacer lo correcto, se dice constantemente, no imaginaba que era tan complicado ser un hombre cualquiera.
En ambas películas, la de Carrera y la de Wenders, aparece el tema de la imposibilidad de la virtud. En ambos casos (el ángel y el sacerdote), el proyecto de perfección sublime se viene abajo cuando se dan cuenta de que estar en el mundo es jugar sus juegos, avanzar o retroceder en un tablero que posee sus propios códigos y pone al descubierto el error, lo incierto, las mil imperfecciones que constituyen lo humano. Sin embargo, mientras el ángel de Wenders intenta encontrar nuevas maneras de "hacer lo correcto", el sacerdote de Eca de Queiros y de Carrera se entrega a la apariencia de perfección, a la imagen. Aquí no se trata de ser virtuoso, sino de parecerlo.
Estamos hablando del rostro de la oficialidad, de sus códigos, de sus imágenes sostenidas a costa de lo que sea.
Durante la presentación del nuevo poemario del jalisciense Ricardo Yáñez, titulado "Estrella oída" (Ediciones El Aduanero - UAM, 2002), efectuada el pasado 3 de septiembre en Arte AC, el poeta Julián Herbert se refirió a los protocolos de la oficialidad literaria.
Para ser reconocido institucionalmente, un escritor debe ganar ciertos premios, publicar en determinadas editoriales y, por supuesto (esto no lo dijo Julián, pero lo repitió Ibargüengoitia decenas de veces), debe mantenerse cerca de cierta gente y evitar a cierta otra, alabar el trabajo de algunos y despotricar en contra de otros, etcétera.
No obstante esto, y de acuerdo con Herbert, son precisamente algunos de los poetas no oficiales quienes han formado, a través de la lectura de su obra, a las nuevas generaciones de escritores. Totalmente alejados de las mafias y de la moda poética, desentendidos de lo que sucede en el mundo de la oficialidad, se dedican a crear sus obras centrándose en el trabajo, en el oficio. Uno de ellos es Ricardo Yáñez.
En su afán por alcanzar la sencillez, la estricta pureza de la imagen, Yáñez acude a la brevedad, a la concreción de una palabra capaz de abrirse a otra cosa, de marcharse a otra parte. El poema se torna entonces real, estalla en sí, se nos vuelve un asunto propio y a la vez inalcanzable: "En embriaguez, sin llaves, se dirige/ hacia el castillo de la luz que habita".
Como es su inevitable costumbre, Ricardo Yáñez lloró la noche del martes durante su lectura. Entre contener o dejar salir las emociones se la pasó un buen rato. Entonces, de improviso, anunció que se iba a poner de pie porque sentado le resultaba imposible y, para nuestra sorpresa, se puso a cantar. Este Ricardo no se sabe las reglas, me dije, se está saliendo del juego. Y, sin embargo, el momento transcurrió en medio de una gran belleza.
El caso es que la belleza se encuentra en todas partes. Dentro y fuera del tablero de la oficialidad. En las equivocaciones de un ángel caído o las pasiones humanas de un sacerdote inmerso en el mundo. En la total imperfección que no podemos dejar de ser.
Bien lo dice Yáñez en su poemario: Lo nuestro es "la belleza caída de las hojas comidas de gusanos".

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