domingo, mayo 8

Cáspita (recuento culpígeno)

Para Andrés, Pache y Marijose

Cada vez que una presenta un libro, o cuando está a punto de, aparece el temible recuento. Por mi parte, intento evitarlo. Me digo: lo voy a tomar como lo que es: un evento más, un acto más en este conjunto de actos de la escritura, un suceso entre muchos. No tiene por qué ser así de relevante, emocionalmente hablando. Esta vez no me voy a azotar. Todo eso me digo porque, además, ni quién se de cuenta, ni quién lo pida. Es el esfuerzo constante, muy típico mío, de que todo, absolutamente todo en la vida sea algo sencillo, cotidiano, fácil de sobrellevar.

Pero sucede que mis emociones me traicionan, o será el inconsciente. No estoy segura. Lo que sí puedo asegurar es que una se mete en el pozo de la reflexión, de los significados profundos y demás elementos telarañosos y perturbadores que, paradójicamente, una siempre lucha por dejar fuera.

Lo primero que me puse a pensar durante estos días previos fue: pobres de mis hijos. Y si me puse a pensar tal cosa fue porque soy una típica mamá culposa y sufridora. Aunque también sé que, en efecto, muy seguramente, los hago sufrir a ellos con mis ataques de neurosis, mis afanes compensatorios que exigen orden en la casa cuando todo en mi cabeza es desorden, con la demanda de que me escuchen, que opinen sobre cada línea que escribo, con mis exigencias no muy concientes de que estén a la altura, de manera que pueda platicar con ellos de filosofía, literatura, etcétera. Diantres.

Y ahí los tienes leyendo a Sloterjik, a Jung y a Junger, a Nietzsche. Pobres. Hace unas semanas Pache le prestó a su novia un libro que, según le comentó, es genial: “El acoso de las fantasías” de Slavoj Zizek. Lo supe porque lo andaba buscando en el librero y no lo encontraba. Se lo presté a Mónica, dijo. Yo me enojé en un primer momento y después me preocupé. No andes haciendo esas cosas, le dije, la vas a fastidiar. En otra ocasión le regalé a la novia de Andrés una novela de Elfriede Jelinek. Le dije: cuando termines de leerla, la comentamos. Al otro día me di cuenta que estaba extendiendo mi área de exigencia: la estaba tratando como hija. Adviértele que es un texto muy fuerte, sugerí a Andrés, y en esta ocasión fue él quien se molestó. ¿Por qué haces esas cosas?, me preguntó medio en broma cuando le expliqué la trama, ¿qué no te das cuenta que, ya de por sí, ella es rebelde y ultra feminista? Recórcholis.

De la pobre de Marijose, ni hablo. Ella está siempre conmigo, escuchando conversaciones, viendo obras de teatro, conviviendo con escritores maduros super neuróticos, o con jóvenes poetas y narradores que ahora hasta chatean con ella y quienes, últimamente, me han hecho el favor de instruirla en las artes de la desobediencia civil y el anarquismo. Órale.

En otros casos no sé de qué tipo sean las exigencias, pero conozco hijos de artistas que navegan como peces en el agua en atmósferas de extrañeza, o de desolación, o de simple bohemia. Por supuesto que no se la creen, lo cual me lleva a pensar que podrían ser muy buenos actores. Afortunadamente en mi casa no hay tragedias, al menos no de manera frecuente, aunque no por ello mis hijos dejan de tener sus momentos escénicos. ¿Qué clase de madre eres?, me pregunto. Porque, además, últimamente me da por llamarlos "los invasores" y los ando animando siempre a que se vayan a dar una vuelta o algo. Cielos.